lunes, 15 de marzo de 2010

Noches sin pilchas ni fuego, por Asencio Abeijón

ESTAMPAS DE LA VIDA RURAL EN LA PATAGONIA VIEJA
Noches sin pilchas ni fuego
en Pampa del Castillo


Relato de Asencio Abeijón

Los carreros, muy divertidos en esa reunión de campamento matizada por el relato detallado y en pintoresca forma, por el nutriador fracasado, le pidieron que contara algún nuevo percance de su iniciación como patagónico, y el catalán no se hizo rogar, recomendando a algunos españoles recién llegados de su país, que prestaran atención, porque las cosas en la práctica no eran tan fáciles como parecían desde el fogón.

No le agradó la forma de trabajo que tenía en una comparsa de vascos, portugueses e italianos y algún criollo, que se ocupaban de contratas de alambrados, aguadas, etc., y un buen día salió a caballo desde Pampa del Castillo rumbo a los bajos del Mangrullo, donde había un belga y algunos vascos amigos recién establecidos con ovejas que cuidaban en campos sin alambrar. No había camino marcado, pero a él, con lo poco que había andado y lo mucho que había oído conversar en los fogones, le parecía que ya sabía suficiente como para rumbear solo, cortando campo. Con el anochecer cercano se halló zigzagueando entre tupidos matorrales de malaespina, molle, calafate, que desgarraban su ropa y también el "cuero" sin tener la seguridad de que iba en buen rumbo. El caballo, ya al tanto del escaso dominio que el jinete tenía sobre él, ex profeso se metía en los matorrales más espinosos, fregando contra ellos las piernas doloridas del hombre, ya ensangrentadas, como si con ello pretendiera convencerlo de que era la hora de acampar.

Al pasar por un lugar, donde un matorral de molle de características especiales, y una osamenta de guanaco, le hicieron reconocer que hacía menos de una hora ya había pasado por el mismo, tuvo la certeza de que había perdido el rumbo, y daba vueltas desorientado. La cosa, en la práctica, ya no le parecía tan fácil como en rueda de fogón. Insistió, y tomando como guía un cerro inconfundible, comenzó a marchar hacia él. Lo perdió de vista al cruzar una hondonada, pero al salir de ésta, siguió su marcha hacia el mismo ya seguro de haberse orientado como un criollo viejo, pero esta seguridad se le esfumó, cuando luego de casi una hora de marcha se halló nuevamente en el lugar del matorral y la osamenta de guanaco.

Perdió la serenidad. No podía comprender cómo daba vueltas para volver siempre al mismo lugar. Ya no le era posible orientarse. La forma de los cerros, que le habían recomendado como buena guía, a él le parecían ahora todos iguales, y lo confundían más. Hasta el sol, guía principal y la más recomendada, ahora le daba la impresión de que se estaba poniendo por donde debía aparecer en la mañana. ¡Todo al revés! La típica confusión del extraviado. Vueltas y más vueltas, para caer siempre al mismo lugar.

Pero en la rueda del fogón del campamento (cátedra de novicios), había oído decir que en situaciones como la que él pasaba en el momento, no es conveniente marchar de noche. Se debe acampar y acostarse hasta que la salida del sol lo oriente de nuevo. Lo que dice Martín Fierro: "Observe con todo esmero, en donde el sol aparece". Y más adelante: "y si duerme, la cabeza ponga para el lao que va". Esto último, no lo pudo cumplir, porque ya no sabía para que lado iba.

Optó por desensillar, ató el caballo a la soga para que comiera algo, y a unos veinte metros de distancia preparó su cama con el recado y se acostó, teniendo la precaución de colocar a la cabecera el revólver y el cuchillo, de acuerdo a lo escuchado en los fogones y se durmió sin comer.

Habría dormido una hora, cuando un fuerte bufido del caballo, acompañado del crujir de matorrales aplastados, lo despertó asustado en medio de la mayor oscuridad. Su espanto pudo ser motivado por cualquier animal inofensivo que apareció de improviso, pero el catalán de inmediato pensó en el puma o algún bandido, y aunque le habían dicho en el fogón que el león es cobarde ante la presencia del hombre, no sentía interés en hacer una comprobación personal al respecto. No obstante hizo coraje, y tomando el revólver salió del lecho y se dirigió en paños menores, hacia donde había atado el caballo, para apaciguarlo, cosa que debió haber hecho con un simple silbido, sin abandonar las pilchas.

Al ver acercarse esa figura con ropas desconocidas en medio de la oscuridad, sin siquiera anunciarse con una voz o un silbido apaciguador, el caballo se asustó más, y en la espantada dio un tirón cortando el lazo que lo sujetaba, alejándose con trote y bufar receloso. Entonces le silbó, y el animal se detuvo a observarlo, con piafar receloso. En su apresuramiento y falta de práctica, el catalán quiso acercarse corriendo a agarrar al animal y tropezó contra un matorral cayendo al suelo.

Este movimiento imprudente y la extraña vestimenta asustó más al caballo, que comenzó a alejarse al trote, perdiéndose pronto entre la oscuridad y los matorrales, rumbo a la querencia. Lo persiguió unos metros, pero comprendiendo que no lograría alcanzarlo y renegando contra sí mismo, por su falta de táctica y su imprudente apresuramiento, resolvió volver a recostarse y dormir hasta la llegada del día.

Caminó unos cien pasos en la oscuridad, buscando la cama, sin dar con ella. Casi a tientas desanduvo lo andado sin hallarla. Se puso más intranquilo, caminó tanto a la izquierda como a la derecha varias veces, y ni señales de las pilchas. Ya asustado, anduvo en idas y venidas varias veces, variando el rumbo en cada una, pero todo fue inútil.

Ya desesperado, comenzó a caminar en círculo, abriendo el mismo cada vez más, convencido en que así, al fin, tendría que tropezar con la ansiada cama, pero aunque anduvo circulando casi una hora, sólo consiguió lastimarse en las espinosas matas, tropezar en los mogotes y hasta tropezar con un zorrino, que lo roció con su desagradable líquido. Por suerte, al salir de la cama, se había calzado las botas, que le resguardaban los pies de las espinosas tunas y de las piedras.

Estaba afligido. Primero le apareció un gran contratiempo el haber perdido el rumbo; luego le pareció que eso era una insignificancia comparado con la pérdida del caballo, y ahora eso le parecía cosa de juguete frente a la desgracia de perder la cama, quedando en medio del campo, la oscuridad y el frío sin pantalones, saco ni gorra. ¡Y qué largas son las noches en el Sur, ya en el mes de mayo!

Para contrarrestar la brisa helada que llegaba de la Pampa del Castillo quiso prender fuego, pero se tironeó los pelos de rabia, al darse cuenta de que había dejado en le pantalón los fósforos y un pedernal que llevaba por si se humedecían aquéllos. ¡Cuántas veces le habían dicho los veteranos que en la Patagonia, cuando se duerme a campo, conviene no desvestirse, por si hay que levantarse de improviso, o el viento le vuela las pilchas!.

Pensó que entre tanta oscuridad el león podría saltarle encima sin que pudiera hacer uso del revólver. ¿Por qué, en vez del revólver no llevó los fósforos? Haciendo fuego, el puma no se atreve a arrimarse. Lamentaba no haber emprendido el viaje acompañado por un perro, que lo habría sacado de todos esos apuros. ¡No acertaba ni una! Recordó haber leído y oído decir que los indios para hacer fuego se valían de dos palos de leña que frotaban con fuerza entre sí y de inmediato resolvió hacer los mismo.

A tientas, recogió dos palos de malaespina, y con renovado aliento comenzó a frotarlos entre sí durante media hora, adoptando las mas diversas posturas, hasta que comenzó a sentir calambres, consiguiendo hacer que se calentaran un poco, pero sin señas de encenderse, por más que repitió la operación varias veces. Al fin abandonó la tentativa sin más beneficio que el de entrar en calor y sudar por la violencia del movimiento de frotar.

Esto motivó que luego, debido a la humedad del sudor, el frío se hiciera sentir con más intensidad. Entonces comenzó a saltar, hizo flexiones, bailó y zapateó... Se sentía ridículo y pensó en la opinión que se formarían sobre él en sus pagos, si lo vieran en medio de la noche helada y oscura del desierto patagónico bailando jotas y fandanguillos, solo, en paños menores y con las botas. Los bailes disminuían el frío, pero lo cansaban, y en cuanto se quedaba quieto diez minutos aumentaba el tormento del frío. Sólo el grito de los zorros interrumpía el silencio de la noche.

Caía una ligera helada y las horas parecían ser eternas. Todos los movimientos realizados para combatir el frío lo habían agotado y el sueño amenazaba vencerlo. Pero reaccionaba con fuerza de voluntad, recordando las advertencias de que una persona en tal situación, si se entrega al sueño, aunque sea sólo por un minuto, es casi seguro que no despierta más.

Comenzó a caminar lentamente, como para no cansarse y entumirse totalmente de frío. Caminaba encogido, tropezando vuelta a vuelta con matas y mogotes, y en cada caída, sentía deseos de no levantarse; pero luego aunque con dificultad, se incorporaba y seguía. Forzaba la vista tratando de descubrir algún vestigio de su cama. Ya no le interesaba el rumbo ni pensaba hallar su cama. Caminaba para no morir, con un lento y errante andar. Le parecía hallarse en las tinieblas de un infierno helado.

Lastimado por las espinas, se tambaleaba al borde de su última resistencia, cuando notó en el horizonte el primer vestigio de la aurora, que se presentaba precisamente en el lado opuesto al que él esperaba. No cambió rumbo, porque de cualquier forma, no sabía a dónde iría a parar. Volver sus rastros, en ese terreno pedregoso, sólo lo podría hacer un veterano. El tan esperado día lo tomó en el filo de una elevada planicie, y desde ella, observó en el bajo una columna de humo que se elevaba recta, favorecida por la mañana serena, indicando la presencia de una vivienda a unos tres mil metros de distancia.

Galvanizado por el alegrón, se lanzó por la cuesta abajo, sin hacer caso de los montes cuyas espinas terminaban de desgarrar sus ropas interiores y también parte de la piel. Recién se detuvo cuando los perros sorprendidos por su presencia, le salieron al encuentro ladrando amenazadores y encrespados. Los contuvo la voz del puestero, un vasco que salió a la puerta con el cuchillo en una mano y una costilla de asado en la otra y se quedó perplejo mirando esa extraña aparición que los perros rodeaban recelosos.

El catalán conoció al puestero, por haberse hospedado juntos en el hotel de Comodoro Rivadavia, y le dijo: "Buen día, don Ignacio. ¿No me conoce?". El vasco lo conoció más por el acento catalán que por la figura, y exclamó en su sonora y característica modalidad vasca: "Pero caramba, Jacinto, ¿qué andando pasando hombre, qué andando pasando? ¡Arrediez! Pero ¿Dónde dejando ropa y caballo, Jacinto, dónde dejando hombre?". Luego lo tomó de un brazo y lo entró, pasando cocina y churrasqueando. Después contando!"

Como alegre de tener compañía, el vasco pasó el porrón de Bols y luego mate, mientras arrimaba el asado al fuego para que no enfriara. Le prestó unas bombachas, un saco y una boina para que se vistiera, y momentos después el catalán, entre bocados de asado y tragos de vino de la bota, contaba su cómica y amarga aventura que jamás olvidaría, narración que el vasco interrumpía con sus estruendosas carcajadas y expresiones en lengua de su tierra, palmazos en las rodillas, como si el pobre catalán estuviera contando una alegre aventura en la que se hubiese divertido mucho.

Luego de oír totalmente la relación del percance, le dijo, a manera de consuelo: "No haciendo mala sangre, Jacinto, no haciendo mala sangre, hombre, porque todos recién llegados de Europa, pasando igual hasta poner baqueanos, sí... sí! Cuando yo recién llegado, queriendo un día caballo arisco boliar, como ver hacer a criollos. Pero boliadoras enredando cuerpo mío y una bola golpeando cabeza, y vasco Ignacio caer de caballo, y quedando dormido en campo más de una hora, quedando dormido, sí...sí!

Luego ensilló dos caballos y salieron juntos en busca de las pilchas extraviadas. En cinco años, el vasco se había convertido en un veterano patagónico y cortando rastro con ayuda de los perros, pronto hallaron la cama del catalán a unas dos leguas de distancia. Dos leguas que, con las vueltas dadas por el hombre durante la noche, sumaban mas de seis, y... además, los bailes y zapateos. Pero lo que más exasperó al pobre catalán en cuanto hallaron las pilchas fue notar que, a menos de cinco metros de donde se hallaba la cama, estaban los dos palos de leña que con tanto ahínco y desesperación había frotado entre sí tratando de encender fuego a la manera de los indios, y también las marcas dejadas en la tierra por sus furiosos bailes y zapateos ensayados para no acalambrarse de frío... Era el colmo.

¡Perecer casi de frío y sueño, casi encima de las abrigadas pilchas, donde además tenía los fósforos!... Después observaron el trozo de lazo dejado por el caballo al huir, comprobando que se había cortado, debido a que había sido "mascado" por un zorro hambriento, seguramente el mismo que provocó la primera espantada del caballo y despertó al hombre.

Un silbido y una voz dados desde la cama habrían bastado para ahuyentar al zorro y entonces no habría habido aventura.

El vasco, cada vez más divertido con las vicisitudes del catalán, que lo hacían quejarse de la Patagonia, decía: "!Paciencia, Jacinto, paciencia hombre! ¡Porrazos de Patagonia, ya pronto aquerenciando... sí, sí! ¡Yo nunca dejando Patagonia, no, no!... ¡Pero a lo que es nunca tampoco volviendo agarrar boliadoras!... ¡Arrediez, hombre! ¡Dicen que cabeza de vasco dura, pero a lo que es, esas bolas mucho más duras... sí, sí".

El original remedo de la forma de hablar del vasco que el catalán hacía con el no menos original acento de su tierra divertía a los carreros, hasta que el típico ruido de una ráfaga de viento al castigar el monte, anunció cambio de tiempo. Entonces comenzó el renegar y decir malas palabras. El Sol se había puesto con horizonte rojizo en el Oeste, y poco después los remolinos de arena que el viento arrastraba, puso de mal humor a los troperos que preveían tal vez para varias semanas de ventarrones, que había que afrontar de cara.

Y cada cual, en medio de rezongos, se fue a meter entre las pilchas de la cama que el viento pugnaba por arrancar.

Asencio Abeijón
Nació en Tandil en 1901 y falleció en 1991 en Comodoro Rivadavia (Chubut) donde vivió toda su vida. Fue un "Carrero Patagónico". Publicó "Memorias de un carrero patagónico" en 1974, en editorial Galerna con prólogo de Osvaldo Bayer, "Recuerdos de mi primer arreo" (1974), "El guanaco vencido" (1976), "Los recién venidos" (1983), "Caminos y rastrilladas borrosas" (1983) y "El Vasco de la carretilla" (1986). Fue periodista, editor de los periódicos "El Trueno" y "El Criticón" e integró la redacción del diario "El Patagónico" de Comodoro Rivadavia.

No hay comentarios:

COMPRAR, VENDER Y PERMUTAR GRATIS