lunes, 29 de marzo de 2010

Tormenta de arena sobre Puerto Deseado



24 de enero del 2010 - Imágenes satelitales
A las 11 hora argentina la tormenta estaba sobre Puerto Deseado.
Poco más de cuatro horas después, sobre el Atlántico.

lunes, 15 de marzo de 2010

Recordando a Hector Mario Espíndola, por Oscar Bidabehere

Hector Mario Espíndola, en el recuerdo
ESTIRPE DE CAMPEON


Dio las hurras. Había concluido el ultimo match y dijo chau a la vida, sobre la ría los pájaros evolucionaron dibujando piruetas como pañuelos agitados. Dicen que partió en gira cósmica, por esos cielos estrellados que lo embelesaron en la soledad de Cabo Blanco cuando empezó su aventura patagónica, entonces encontró el amor y echo raíces, atrás quedaron los sonidos que venían del impenetrable chaqueño en cuyas orillas vio la luz, y los ruidos urbanos correntinos de una adolescencia con tórridos veranos.
Con su adiós sentimos que se va una parte nuestra, ese morir juntos un poco, la infancia allá en Deseado donde el juego mitigaba los dolores de la orfandad. Comienzos de los ´60, la pequeña terminal sobre calle San Martín donde atracaban los colectivos trayendo visitantes y encomiendas desde Comodoro, un hombre jovial con su elegante calva, amigable, con esa picardía de tierra adentro macerada en largo peregrinar de norte a sur, Héctor Espíndola y una historia pequeña que nos involucra. Se le ocurre hacer algo con los chicos que frecuentan ese recinto donde hormiguea la vida, y pergeña un campeonato de baby futbol. Nunca antes habíamos sabido de otro y en cancha de cemento y todo. Pequeño estadio en la imaginación de un niño acostumbrado a pelarse las rodillas con los cantos rodados. A pocos metros, encajonada entre paredones revocados y una cortina de tamariscos mirando a la calle, de la olvidada cancha de tenis asomaban borrosas líneas acusando tiempos mejores. Como excedía la edad, me ubica como “secretario letrado”, custodiando el fixture, y con Carlitos, mi hermano, por quien no oculta una marcada debilidad, quizás viendo en él reflejados años idos, armamos un cuadro con los chicos del barrio, los de la calle Don Bosco. Una pequeña fotito 4x4, en blanco y negro, con su borde dentado, me remite a aquellos momentos que la niebla del tiempo amenaza sepultar para siempre. Carlitos, apodado por entonces: el súper, la zurda goleadora, Arturo, el malabarista que vivía en las alturas rocosas que daban a los fondos de casa, la longilínea figura del otro Carlos, el hijo del relojero de la cuadra, y la camiseta de Boca lucida como un sueño realizado, ¿qué más?.
¿Qué profundidad habrá tenido aquella iniciativa para que permanezca incolumne en nuestra memoria? Pienso, a veces uno tiene gestos y no registra la repercusión en el otro, como si hubiera arrojado al río una roca que al hundirse esparce ondas llegando con su mensaje hasta hoy. Hace pocos años Carlitos quiso rendirle tributo, eran ya hombres acudiendo a un pasado que los colmó de emoción, hubo plaqueta y palabras como caricias, para endulzar el alma, y el homenajeado, sorprendido, entre sonrisas, dejo escapar alguna lágrima. Esa primera cruzada futbolera, gracias a su mentor, tuvo un emblema, estampado en el nombre de la divisa estrenada: Almafuerte. Me han contado que estando en La Plata, Héctor conoció la casa del gran poeta social argentino y quedó prendado de su espíritu, el que contagiaba a cada paso, el que nos insufló con aquellos versos en la justa deportiva y más tarde en la vida por venir. No se equivocó. Luego no hablemos de despedida, digamos: ¡hasta el próximo torneo! Aquí estamos, no olvidamos, el ejemplo prendió, dejó huellas. Nos queda aquel legado y su impronta por aquello de ¡Avanti!:
“Si te postran diez veces, te levantas
otras diez, otras cien, otras quinientas;
no han de ser tus caídas tan violentas
ni tampoco, por ley, han de ser tantas"

Oscar A. Bidabehere. (En Olavarria a los trece días de marzo, 2010)

El tren y sus hombres / Fragmentos de un libro testimonial

El Tren y sus Hombres
Voces que el tiempo no podrá borrar

Fragmentos del libro "El Tren y sus Hombres", de Andrés Lagalaye, Florencia De Lorenzo y Emilio Camporini


"Mi relación con el ferrocarril es de familia. Mi arbol genealógico está todo poblado de ferroviarios. Mi abuelo llega en el año '20 a Deseado. Primero había intentado en el año '10 pero vuelve a España y después se viene ya con toda la familia en el año '24 e ingresa en el ferrocarril como guarda. Y desde entonces hasta casi el año '50 fue un obrero ferroviario más. Tuvo seis hijos (cuatro varones) de los cuales tres estuvieron vinculados al ferrocarril, y uno de ellos fue mi padre"
(Ricardo Vázquez, presidente de la Asociación Ferroviaria 20 de septiembre

"Para este ferrocarril se construyeron en Düsseldorf (Alemania) diez tanques de agua de 40 mil litros cada uno para Puerto Deseado. También se fabricaron locomotoras nuevas en Saint-Pierre para este ferrocarril, así que ¡mirá la importancia que tenía este ferrocarril! Y lo que hubiera significado para la Patagonia y para la Argentina si se hubiera concretado el proyecto que preveía un ramal desde Puerto Deseado hasta el lago Nahuel Huapi, según esta gran concepción de Ezequiel Ramos Mexía.
"Yo tengo un recuerdo extraordinario por haber hablado mucho con don Adriano Blanco (un gallego de origen) que fue el que hizo el primer puerto en cota cero, para hacer en 1909 la descarga de los materiales pesados para la construcción del ferrocarril, de las vías y de los durmientes.
"Este señor carpintero, además, hizo el galpón de Talleres e hizo -con unas grandes vigas- una transmisión provisoria para que todas esas máquinas ya pudieran prestar servicio a la construcción del ferrocarril; porque había un sinnúmero de cosas que hacer, casas, galpones... Así que hizo una construcción provisoria (para después hacer una definitiva bien) pero esa construcción provisoria de cabriadas para la transmisión por poleas, después durá hasta que por una circunstancia se quemó en 1970 y algo".
(Pedro Urbano)

"Papá entró al ferrocarril en el '49 o '50. Yo nací en 1961. En el ferrocarril, como todo el mundo, empezó de ayudante trabajando en las cuadrillas, fue ascendiendo y toda su vida hizo trabajos de foguista, después fue maquinista de hecho y se retiró como maquinista, cuando cerraron el ferrocarril. Su vida era esto, era el ferrocarril. Te imaginás el dolor de que cierren y tener que cambiar su oficio de maquinista e ir a barrer las calles; no porque sea una vergüenza barrer las calles sino porque era su oficio".
(Carlos Santi)

"Mi marido fue un ferroviario de alma. Yo creo que si él viviera ahora, se la pasaría dando vueltas por la estación. Picaría las piedras de tanto caminar.
Juan era fanático, fanático del ferrocarril, y los tres hermanos Junyent eran ferroviarios.
Eran Juan, Jaime y el último, Marcelo, que también era conductor en Comodoro Rivadavia...
Siempre me acuerdo de que, cuando era invierno, le preparaba una vianda caliente a Juan para que se llevara cuando iba a trabajar. Y recuerdo que Juan al principio no quería llevar a nuestros hijos en el coche motor, para que nadie pensara nada malo, pero los empezó a llevar cuando eran más grandes, y la locura de Jorge era sentarse con el padre y mirar cuando cruzaban los guanacos, los avestruces, él se desesperaba...
Y cuando mi esposo hacía el trayecto hacia Las Heras, la gente, los hacendados, le daban cartas, documentos, para que transportara; cosas que no le podían dar a cualquiera. Lo querían mucho".
(Guillermina Basanta de Junyent)

"Había todo acá: carpinteros, herreros, todo; el taller éste era completo. Cada uno tenía su sección. Había trabajando doscientas y pico de personas entre todo el conjunto, con el Jefe de Estación. El Jefe de Estación era el que hacía todo lo que estaba relacionado cuando la locomotora venía, había que hacer desvíos. Cuando llegaba un tren dejaba, por ejemplo, la carga para esos pobladores en el desvío y seguía. La parte de los vagones que correspondía quedaba ahí hasta que volvía el tren otra vez. Y después: la parte contable, el pesaje, la carga, los kilos que llevaba el tren, los boletos, porque también despachaban boletos para la gente que quería venir a Deseado o para arriba. Después tenían que bombear agua, viste esas torres altas que hay, eso lleva un motor a explosión, trabajaba con kerosene, había que mover unos volantes grandes y poner un calentador abajo para que caliente bien el combustible en una tromba que tenía ahí".
(Víctor Temporelli)

"Cuando llegué a Tellier tenía 28 años, y me ponía la gorrita esa de jefe de estación, me hacía el canchero, medio pintón que era en esa época. Y los días que llegaba el coche-motor venía la gente de todas las chacras, a charlar, a esperar a los amigos, a ver como llegaba el tren... Había gente que iba a conversar o a mirar nomás".
(Marcos Arias)

"Acá no vino nadie de afuera a hacer nada; todos los empleados de acá fueron los que hicieron las reparaciones. Y no solamente el mantenimiento sino las reparaciones generales. Mirá, yo te digo una sola cosa nada más; por ejemplo, en una reparación general de una locomotora hay que hacer torneado de ruedas, hay que hacer un montón de cosas. Y hay que cambiar todos los estay; ¿vos sabés lo que es el estay? Va en la caldera, en la parte de adentro. En la parte de afuera va el agua y va la locomotora y lleva un bulón, es lo que mantiene la parte de adentro del agua, donde se calienta el agua. Teníamos que cambiar todos los estay, y eran 1200 estay. Así que, ¡mirá vos el trabajo! Esa era solamente una de las cosas que había que hacer en la reparación general de una locomotora. Eso en Talleres".
(Antonio Lamas)

La Casa del Pueblo, Casa de la Cultura, herencia del Partido Socialista

CASA DEL PUEBLO, CASA DE LA CULTURA
El 16 de octubre de 1989, los descendientes de José Fernández Fueyo, Francisco Martínez Ramos y Antonio Alegría hacen entrega del edificio que fuera “La casa del Pueblo” del Partido Socialista a la Municipalidad de Puerto Deseado, para formar parte del Patrimonio Histórico Cultural de la localidad. Tal fue la voluntad de sus fundadores.
Hoy, la Casa de la Cultura lleva el nombre de “Chen Kau” (casa de las manos, en lengua tehuelche) y a veinte años de su inauguración mantiene vigente la premisa de ser un lugar de convergencia para las actividades relacionadas al arte en todas sus expresiones.
Dependiente de la Secretaría de Gobierno de la Municipalidad de Puerto Deseado, sus ámbitos de competencia son:
* Coordinación, promoción y organización general de eventos artísticos musicales, educativos y de recreación.
* Programación y supervisión de talleres destinados a la capacitación en Artes y Oficios, para niños, jóvenes y adultos.
* Colaboración y auspicio en diferentes actividades propuestas por instituciones educativas, civiles y municipales (organización, provisión de insumos, publicidad, etc.)
Los talleres municipales que se encuentran en funcionamiento actualmente son:
- Tejido a dos agujas
- Pintura sobre tela
- Bordado Chino
- Telar aborigen
- Tejido en Telares
- Guitarra
- Hip – Hop
- Teclado
- Salsa
- Batería
- Esc. de Danzas “Los Bombos Sureños”
- Esc. de Danzas “Semblanzas Gauchas”
- Canto para jóvenes
- Cerámica
- Teatro

El espíritu del anfitrión, por Antonio Torrejón

EN GRAN PARTE DE ARGENTINA PERDURA “EL ESPÍRITU DEL ANFITRIÓN”

por Antonio Torrejón


"El espíritu del anfitrión, en nuestros pueblos de recientes poblamientos, de soledades poco interrumpidas se resiste a abandonar, los lugares históricos de recepción del viajero, desde el “Camino Real”, del norte, a las “rastrilladas” de los originarios tehuelches en el sur que luego fueron "picadas" y hoy rutas de integración viaria. En tantos establecimientos hoteleros y gastronómicos de esos recorridos aún perviven esos espíritus impregnados de la aptitud inagotable de sus “anfitriones".
J. Guitelmann, muy bien explica estas realidades en su excelente obra, o prédica : “Los Artesanos del Trato”.

Un espíritu irreductible, un espíritu de presencia permanente en la mente de sus contrapartes, los huéspedes. Que sería de los recién llegados sin un anfitrión enfrente. Serían como almas insatisfechas, como espíritus errantes en las orillas de los destinos turísticos.

“Nuestros mayores”, (en mi caso, la fonda de mi abuela Catalina en el Puerto Madryn, de 1910) en los pueblos o caminos, que no aportaban significativas comodidades de ambientes calefaccionados, baños individuales, etc. etc, pero los que arribaban luego de duros viajes, tenían lo más preciado, la aptitud de espontáneos anfitriones, que entregaban lo mejor de sus posibilidades y servicios. El espíritu tangible de personas con voluntad de servir, -de gente que aportaba su buen trato, y mejor disposición, siempre-.
Los viajeros necesitan saberse atendidos por anfitriones honestos, anfitriones preparados, anfitriones con ganas de recibirlos en sus establecimientos, y atenderlos.
Muchos viajeros, de Marco Polo, hasta hoy, recuerdan con nostalgia las épocas en que los dueños de estas fondas o postas estaban sin horarios y preparados, siempre, dispuestos en el ingreso de sus establecimientos, listos para recibir a sus recién llegados en las horas de arribo o de mayor actividad.
Estos “artesanos del buen trato” saludaban a sus huéspedes a toda hora, se interesaban por su –pasar en el lugar-, se mostraban permanentemente dispuestos a resolver los mínimos detalles con los que pudieran contribuir a su felicidad, nunca miraban el reloj, o preguntaban “si tenía tarjeta de crédito”. Sabiendo que las retribuciones en la mayor parte de los casos eran magras, y no cambiaría demasiado las situaciones de ellos como prestadores de servicio, por un cliente más.
Estos antecesores de lo muy declamado hoy de la “calidad total”, son los que hicieron la mejor escuela para fidelizar a los clientes, y llegar con el tiempo a imponer estos ineludibles criterios, hoy tan en boga.
De estos hoy sólo quedan unos pocos; la mayoría se han convertido en empresarios afuncionariados, que sonríen de 9 a 18 hs. siguiendo las normas, pero que cuando los huéspedes los necesitan, sólo dejan tras de sí los antiguos espíritus, los hoy arrugados esquemas del pasado, por lo general desmotivados y faltos de alegría. Por último, estos anfitriones en espíritu, pronto dejaran paso a los fantasmas de sus huéspedes.
Los huéspedes vivientes se habrán ido a lugares con más vida... , y repetirán lo más importante del turismo de hoy, -la visita- si de alguna forma les quedó un balance positivo del viaje o la particular estada, en el lugar......

Noches sin pilchas ni fuego, por Asencio Abeijón

ESTAMPAS DE LA VIDA RURAL EN LA PATAGONIA VIEJA
Noches sin pilchas ni fuego
en Pampa del Castillo


Relato de Asencio Abeijón

Los carreros, muy divertidos en esa reunión de campamento matizada por el relato detallado y en pintoresca forma, por el nutriador fracasado, le pidieron que contara algún nuevo percance de su iniciación como patagónico, y el catalán no se hizo rogar, recomendando a algunos españoles recién llegados de su país, que prestaran atención, porque las cosas en la práctica no eran tan fáciles como parecían desde el fogón.

No le agradó la forma de trabajo que tenía en una comparsa de vascos, portugueses e italianos y algún criollo, que se ocupaban de contratas de alambrados, aguadas, etc., y un buen día salió a caballo desde Pampa del Castillo rumbo a los bajos del Mangrullo, donde había un belga y algunos vascos amigos recién establecidos con ovejas que cuidaban en campos sin alambrar. No había camino marcado, pero a él, con lo poco que había andado y lo mucho que había oído conversar en los fogones, le parecía que ya sabía suficiente como para rumbear solo, cortando campo. Con el anochecer cercano se halló zigzagueando entre tupidos matorrales de malaespina, molle, calafate, que desgarraban su ropa y también el "cuero" sin tener la seguridad de que iba en buen rumbo. El caballo, ya al tanto del escaso dominio que el jinete tenía sobre él, ex profeso se metía en los matorrales más espinosos, fregando contra ellos las piernas doloridas del hombre, ya ensangrentadas, como si con ello pretendiera convencerlo de que era la hora de acampar.

Al pasar por un lugar, donde un matorral de molle de características especiales, y una osamenta de guanaco, le hicieron reconocer que hacía menos de una hora ya había pasado por el mismo, tuvo la certeza de que había perdido el rumbo, y daba vueltas desorientado. La cosa, en la práctica, ya no le parecía tan fácil como en rueda de fogón. Insistió, y tomando como guía un cerro inconfundible, comenzó a marchar hacia él. Lo perdió de vista al cruzar una hondonada, pero al salir de ésta, siguió su marcha hacia el mismo ya seguro de haberse orientado como un criollo viejo, pero esta seguridad se le esfumó, cuando luego de casi una hora de marcha se halló nuevamente en el lugar del matorral y la osamenta de guanaco.

Perdió la serenidad. No podía comprender cómo daba vueltas para volver siempre al mismo lugar. Ya no le era posible orientarse. La forma de los cerros, que le habían recomendado como buena guía, a él le parecían ahora todos iguales, y lo confundían más. Hasta el sol, guía principal y la más recomendada, ahora le daba la impresión de que se estaba poniendo por donde debía aparecer en la mañana. ¡Todo al revés! La típica confusión del extraviado. Vueltas y más vueltas, para caer siempre al mismo lugar.

Pero en la rueda del fogón del campamento (cátedra de novicios), había oído decir que en situaciones como la que él pasaba en el momento, no es conveniente marchar de noche. Se debe acampar y acostarse hasta que la salida del sol lo oriente de nuevo. Lo que dice Martín Fierro: "Observe con todo esmero, en donde el sol aparece". Y más adelante: "y si duerme, la cabeza ponga para el lao que va". Esto último, no lo pudo cumplir, porque ya no sabía para que lado iba.

Optó por desensillar, ató el caballo a la soga para que comiera algo, y a unos veinte metros de distancia preparó su cama con el recado y se acostó, teniendo la precaución de colocar a la cabecera el revólver y el cuchillo, de acuerdo a lo escuchado en los fogones y se durmió sin comer.

Habría dormido una hora, cuando un fuerte bufido del caballo, acompañado del crujir de matorrales aplastados, lo despertó asustado en medio de la mayor oscuridad. Su espanto pudo ser motivado por cualquier animal inofensivo que apareció de improviso, pero el catalán de inmediato pensó en el puma o algún bandido, y aunque le habían dicho en el fogón que el león es cobarde ante la presencia del hombre, no sentía interés en hacer una comprobación personal al respecto. No obstante hizo coraje, y tomando el revólver salió del lecho y se dirigió en paños menores, hacia donde había atado el caballo, para apaciguarlo, cosa que debió haber hecho con un simple silbido, sin abandonar las pilchas.

Al ver acercarse esa figura con ropas desconocidas en medio de la oscuridad, sin siquiera anunciarse con una voz o un silbido apaciguador, el caballo se asustó más, y en la espantada dio un tirón cortando el lazo que lo sujetaba, alejándose con trote y bufar receloso. Entonces le silbó, y el animal se detuvo a observarlo, con piafar receloso. En su apresuramiento y falta de práctica, el catalán quiso acercarse corriendo a agarrar al animal y tropezó contra un matorral cayendo al suelo.

Este movimiento imprudente y la extraña vestimenta asustó más al caballo, que comenzó a alejarse al trote, perdiéndose pronto entre la oscuridad y los matorrales, rumbo a la querencia. Lo persiguió unos metros, pero comprendiendo que no lograría alcanzarlo y renegando contra sí mismo, por su falta de táctica y su imprudente apresuramiento, resolvió volver a recostarse y dormir hasta la llegada del día.

Caminó unos cien pasos en la oscuridad, buscando la cama, sin dar con ella. Casi a tientas desanduvo lo andado sin hallarla. Se puso más intranquilo, caminó tanto a la izquierda como a la derecha varias veces, y ni señales de las pilchas. Ya asustado, anduvo en idas y venidas varias veces, variando el rumbo en cada una, pero todo fue inútil.

Ya desesperado, comenzó a caminar en círculo, abriendo el mismo cada vez más, convencido en que así, al fin, tendría que tropezar con la ansiada cama, pero aunque anduvo circulando casi una hora, sólo consiguió lastimarse en las espinosas matas, tropezar en los mogotes y hasta tropezar con un zorrino, que lo roció con su desagradable líquido. Por suerte, al salir de la cama, se había calzado las botas, que le resguardaban los pies de las espinosas tunas y de las piedras.

Estaba afligido. Primero le apareció un gran contratiempo el haber perdido el rumbo; luego le pareció que eso era una insignificancia comparado con la pérdida del caballo, y ahora eso le parecía cosa de juguete frente a la desgracia de perder la cama, quedando en medio del campo, la oscuridad y el frío sin pantalones, saco ni gorra. ¡Y qué largas son las noches en el Sur, ya en el mes de mayo!

Para contrarrestar la brisa helada que llegaba de la Pampa del Castillo quiso prender fuego, pero se tironeó los pelos de rabia, al darse cuenta de que había dejado en le pantalón los fósforos y un pedernal que llevaba por si se humedecían aquéllos. ¡Cuántas veces le habían dicho los veteranos que en la Patagonia, cuando se duerme a campo, conviene no desvestirse, por si hay que levantarse de improviso, o el viento le vuela las pilchas!.

Pensó que entre tanta oscuridad el león podría saltarle encima sin que pudiera hacer uso del revólver. ¿Por qué, en vez del revólver no llevó los fósforos? Haciendo fuego, el puma no se atreve a arrimarse. Lamentaba no haber emprendido el viaje acompañado por un perro, que lo habría sacado de todos esos apuros. ¡No acertaba ni una! Recordó haber leído y oído decir que los indios para hacer fuego se valían de dos palos de leña que frotaban con fuerza entre sí y de inmediato resolvió hacer los mismo.

A tientas, recogió dos palos de malaespina, y con renovado aliento comenzó a frotarlos entre sí durante media hora, adoptando las mas diversas posturas, hasta que comenzó a sentir calambres, consiguiendo hacer que se calentaran un poco, pero sin señas de encenderse, por más que repitió la operación varias veces. Al fin abandonó la tentativa sin más beneficio que el de entrar en calor y sudar por la violencia del movimiento de frotar.

Esto motivó que luego, debido a la humedad del sudor, el frío se hiciera sentir con más intensidad. Entonces comenzó a saltar, hizo flexiones, bailó y zapateó... Se sentía ridículo y pensó en la opinión que se formarían sobre él en sus pagos, si lo vieran en medio de la noche helada y oscura del desierto patagónico bailando jotas y fandanguillos, solo, en paños menores y con las botas. Los bailes disminuían el frío, pero lo cansaban, y en cuanto se quedaba quieto diez minutos aumentaba el tormento del frío. Sólo el grito de los zorros interrumpía el silencio de la noche.

Caía una ligera helada y las horas parecían ser eternas. Todos los movimientos realizados para combatir el frío lo habían agotado y el sueño amenazaba vencerlo. Pero reaccionaba con fuerza de voluntad, recordando las advertencias de que una persona en tal situación, si se entrega al sueño, aunque sea sólo por un minuto, es casi seguro que no despierta más.

Comenzó a caminar lentamente, como para no cansarse y entumirse totalmente de frío. Caminaba encogido, tropezando vuelta a vuelta con matas y mogotes, y en cada caída, sentía deseos de no levantarse; pero luego aunque con dificultad, se incorporaba y seguía. Forzaba la vista tratando de descubrir algún vestigio de su cama. Ya no le interesaba el rumbo ni pensaba hallar su cama. Caminaba para no morir, con un lento y errante andar. Le parecía hallarse en las tinieblas de un infierno helado.

Lastimado por las espinas, se tambaleaba al borde de su última resistencia, cuando notó en el horizonte el primer vestigio de la aurora, que se presentaba precisamente en el lado opuesto al que él esperaba. No cambió rumbo, porque de cualquier forma, no sabía a dónde iría a parar. Volver sus rastros, en ese terreno pedregoso, sólo lo podría hacer un veterano. El tan esperado día lo tomó en el filo de una elevada planicie, y desde ella, observó en el bajo una columna de humo que se elevaba recta, favorecida por la mañana serena, indicando la presencia de una vivienda a unos tres mil metros de distancia.

Galvanizado por el alegrón, se lanzó por la cuesta abajo, sin hacer caso de los montes cuyas espinas terminaban de desgarrar sus ropas interiores y también parte de la piel. Recién se detuvo cuando los perros sorprendidos por su presencia, le salieron al encuentro ladrando amenazadores y encrespados. Los contuvo la voz del puestero, un vasco que salió a la puerta con el cuchillo en una mano y una costilla de asado en la otra y se quedó perplejo mirando esa extraña aparición que los perros rodeaban recelosos.

El catalán conoció al puestero, por haberse hospedado juntos en el hotel de Comodoro Rivadavia, y le dijo: "Buen día, don Ignacio. ¿No me conoce?". El vasco lo conoció más por el acento catalán que por la figura, y exclamó en su sonora y característica modalidad vasca: "Pero caramba, Jacinto, ¿qué andando pasando hombre, qué andando pasando? ¡Arrediez! Pero ¿Dónde dejando ropa y caballo, Jacinto, dónde dejando hombre?". Luego lo tomó de un brazo y lo entró, pasando cocina y churrasqueando. Después contando!"

Como alegre de tener compañía, el vasco pasó el porrón de Bols y luego mate, mientras arrimaba el asado al fuego para que no enfriara. Le prestó unas bombachas, un saco y una boina para que se vistiera, y momentos después el catalán, entre bocados de asado y tragos de vino de la bota, contaba su cómica y amarga aventura que jamás olvidaría, narración que el vasco interrumpía con sus estruendosas carcajadas y expresiones en lengua de su tierra, palmazos en las rodillas, como si el pobre catalán estuviera contando una alegre aventura en la que se hubiese divertido mucho.

Luego de oír totalmente la relación del percance, le dijo, a manera de consuelo: "No haciendo mala sangre, Jacinto, no haciendo mala sangre, hombre, porque todos recién llegados de Europa, pasando igual hasta poner baqueanos, sí... sí! Cuando yo recién llegado, queriendo un día caballo arisco boliar, como ver hacer a criollos. Pero boliadoras enredando cuerpo mío y una bola golpeando cabeza, y vasco Ignacio caer de caballo, y quedando dormido en campo más de una hora, quedando dormido, sí...sí!

Luego ensilló dos caballos y salieron juntos en busca de las pilchas extraviadas. En cinco años, el vasco se había convertido en un veterano patagónico y cortando rastro con ayuda de los perros, pronto hallaron la cama del catalán a unas dos leguas de distancia. Dos leguas que, con las vueltas dadas por el hombre durante la noche, sumaban mas de seis, y... además, los bailes y zapateos. Pero lo que más exasperó al pobre catalán en cuanto hallaron las pilchas fue notar que, a menos de cinco metros de donde se hallaba la cama, estaban los dos palos de leña que con tanto ahínco y desesperación había frotado entre sí tratando de encender fuego a la manera de los indios, y también las marcas dejadas en la tierra por sus furiosos bailes y zapateos ensayados para no acalambrarse de frío... Era el colmo.

¡Perecer casi de frío y sueño, casi encima de las abrigadas pilchas, donde además tenía los fósforos!... Después observaron el trozo de lazo dejado por el caballo al huir, comprobando que se había cortado, debido a que había sido "mascado" por un zorro hambriento, seguramente el mismo que provocó la primera espantada del caballo y despertó al hombre.

Un silbido y una voz dados desde la cama habrían bastado para ahuyentar al zorro y entonces no habría habido aventura.

El vasco, cada vez más divertido con las vicisitudes del catalán, que lo hacían quejarse de la Patagonia, decía: "!Paciencia, Jacinto, paciencia hombre! ¡Porrazos de Patagonia, ya pronto aquerenciando... sí, sí! ¡Yo nunca dejando Patagonia, no, no!... ¡Pero a lo que es nunca tampoco volviendo agarrar boliadoras!... ¡Arrediez, hombre! ¡Dicen que cabeza de vasco dura, pero a lo que es, esas bolas mucho más duras... sí, sí".

El original remedo de la forma de hablar del vasco que el catalán hacía con el no menos original acento de su tierra divertía a los carreros, hasta que el típico ruido de una ráfaga de viento al castigar el monte, anunció cambio de tiempo. Entonces comenzó el renegar y decir malas palabras. El Sol se había puesto con horizonte rojizo en el Oeste, y poco después los remolinos de arena que el viento arrastraba, puso de mal humor a los troperos que preveían tal vez para varias semanas de ventarrones, que había que afrontar de cara.

Y cada cual, en medio de rezongos, se fue a meter entre las pilchas de la cama que el viento pugnaba por arrancar.

Asencio Abeijón
Nació en Tandil en 1901 y falleció en 1991 en Comodoro Rivadavia (Chubut) donde vivió toda su vida. Fue un "Carrero Patagónico". Publicó "Memorias de un carrero patagónico" en 1974, en editorial Galerna con prólogo de Osvaldo Bayer, "Recuerdos de mi primer arreo" (1974), "El guanaco vencido" (1976), "Los recién venidos" (1983), "Caminos y rastrilladas borrosas" (1983) y "El Vasco de la carretilla" (1986). Fue periodista, editor de los periódicos "El Trueno" y "El Criticón" e integró la redacción del diario "El Patagónico" de Comodoro Rivadavia.

La cena robada, por Andreas Madsen

TEXTOS PARA COLECCIONAR, LEER Y COMPARTIR

La cena robada


Una de las veces en que me he visto en más serio aprieto fué hace muchos años, mientras viajaba rumbo a la boca del río Santa Cruz.
De la Cordillera a la costa no había un metro de alambrado ni establecimientos de ninguna especie, de modo que había que viajar a campo traviesa. Me guiaba mi instinto marinero y mi equipo motriz se limitaba al montado y un carguero.
Llevaba ya cuatro días de marcha sin ver un alma. Había empezado a escasearme la carne, mi único alimento. Avanzaba husmeando el horizonte, en busca de caza. De sólo imaginar un guanaco o avestruz se me hacía la boca agua.
Al acercarme a un cauce seco, bordeado de mata negra, vi con alegría los restos de un avestruz que a todas luces acababa de morir víctima de un león.
No me detuve a pensar que el matador podría andar cerca. Estómago vacío es mal consejero.
Desmonté de un salto, con inconsciente tranquilidad, presumiendo, como me convenía, que mi proximidad habría alejado al puma.
Sabido es que el león sangra a su víctima como el mejor matarife, de modo que me dije satisfecho: "Aquí está mi cena" y me dediqué a cortar la presa.
Inclinado sobre el avestruz trozaba un pedazo de carne con fruición de "gourmet" cuando ocurrió algo extraño e incomprensible.
De repente, sin que nada hubieran percibido mis sentidos, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y con el presentimiento de que grave peligro me acechaba, giré rápidamente sobre mis talones y vi, con horror, a unos cuatro metros detrás mío, a una leona de respetable tamaño, agazapada y lista para saltar, balanceando la cola como un gato al acecho de un pájaro.
Lo que entonces ocurrió fué más rápido que el contarlo. Creo que con mayor agilidad que un puma, dí un salto, como si tuviera resortes y monté en mi caballo, que estaba a un par de metros. En la misma fracción de segundos la leona había saltado, cayendo justo en el lugar yo estaba agachado.
Me había salvado por el espesor de un pelo. Pienso que sería fantástico filmar una escena similar, si es que puede haberla: un puma y un danés acriollado pegando un formidable salto sincronizado en distinta dirección.
Hasta hoy no me explico cómo pude dar semejante salto, cómo monté a caballo ni cómo presentí el peligro. Lo cierto es que si no fuera por este triple milagro, a estas horas no estaría aquí, junto al fuego, al pie del Fitz Roy, contándoles lo ocurrido. Sin lugar a dudas hay un Dios que rige nuestros destinos y nos protege del peligro.
Tan pronto se me pasó el susto o mejor dicho la impresión, porque ya me había vuelto bastante guapo, miré a mi alrededor en busca de la leona. Se había escondido tras un manchón de mata negra y resultaba imposible localizarla como para hacer puntería.
Me acordé de los sabios consejos de Fred Otren, el taxidermista y buscador de oro. Desmonté rápidamente con el arma en guardia, me puse a barlovento y prendí fuego a las matas. Con ello obligaría a mi adversario a salir del escondite y presentar lucha. Monté nuevamente y quedé atento.
El fuego se extendió rápidamente por el resinoso matorral. El pobre animal, desesperado, se agitaba, negándose a salir al descampado.
Recién cuando el fuego lo chamuscó bastante se decidió y con un rugido de rabia y dolor emergió de entre las llamas en dirección hacia el lugar donde yo estaba, firme en mi caballo, apuntando con el fusil.
Elprimer balazo la volteó y así terminó esta historia y la de la leona.
Afortunadamente mi montado estaba muy bien adiestrado para el tiro desde la silla. Con el carguero eran mis favoritos para la caza del puma. No conocían el miedo y eran excelentes rastreadores, cosa rara, pues la mayoría de los caballos tienen terror a los leones, como ocurría con "Paloma", según hemos visto hace rato.
Sólo así se explica que pese a haber visto que el león se me venía encima, no se hayan movido siquiera. Si lo hubieran hecho, quizás me hubieran advertido del peligro, pero probablemente no había podido montar en la forma que lo hice.
El caso es que salí de la aventura enriquecido con un cuero de león y carne para la cena, que me supo a gloria...gloria bien ganada.
Sin embargo aconsejo a Uds. que cuando se decidan a robar comida ajena, averigüen antes si el dueño anda cerca.

Andreas Madsen

(de "Cazando pumas en la Patagonia, edició

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