"Está en mis recuerdos. Unas vacaciones de invierno en El Palenque, la cocina calentita y llena de olor a scones (o algo para el té) que hacía Tita. Buenísimos momentos!"
(Matilde Blanco)
Por qué no comenzar compartiendo el entrañable recuerdo de Tilde, que me trasladó a través de olores, sabores y sensaciones a la vieja cocina del campo.
Tal vez este relato no hable del sacrificio, o de la dureza del trabajo que allí se hacía. Eso lo contarán mejor aquellos que sí tenían que levantarse antes de que despuntara el sol y salir a recorrer con su caballo, acompañados del perro fiel, alambrados, aguadas, molinos, juntar la hacienda, romper el hielo de los bebederos, rescatar alguna oveja varada en el barro o vérselas con algún zorro o puma que amenazaba el rebaño. Para volver a la tardecita, hacia “las casas”, con el frío calándole los huesos y la compañía continua del silbido del viento patagónico.
Mis recuerdos se sustentan en mis sentidos, y de allí, pasando por el corazón, llegan a mi mente y me permiten abrir una ventana, dejarlos salir a través de las palabras para dar forma a un humilde relato.
En los años cincuenta –a esa década me voy a referir en un principio- el ciclo escolar era en verano, y las vacaciones comenzaban en julio para finalizar en septiembre. Tanto en éstas como en las de verano, que se iniciaban con las fiestas navideñas para finalizar a mediados de enero, nos íbamos al campo.
Algunas veces papá no podía llevarnos, y la gran aventura era viajar en el auto de vía. Iniciábamos el viaje en la estación de Deseado y descendíamos en Fitz Roy, donde “el señor Manuel” (así nos enseñaron mis padres a llamarlo), encargado de la estancia, nos esperaba en la chatita para recorrer los veinticinco kilómetros que nos separaban de la casa.
Llegábamos a la tardecita, y ya en la tranquera nos estaba esperando la querida “señora Porota”, que seguro había amasado el pan y las tortas fritas para nuestra merienda.
Entrar en la cocina, principal habitación de la casa, era disfrutar de antemano los días de las vacaciones. Calentita, limpia, con su piso de madera frotado a cepillo con lavandina, y ese olor a pan recién horneado que se amalgamaba con el olor a leña de la estufa, esa enorme estufa que era el centro de la casa, y que todo el día emanaba la tibieza de los troncos crepitantes y los riquísimos olores a sabrosas comidas, elaboradas por manos maravillosas. Las de mamá y las de “la señora Porota”.
Nunca íbamos solos. Siempre nos acompañaban primos y amigos que formábamos un grupo de cinco o seis niños dispuestos a pasar nuestras vacaciones jugando y haciendo todas las travesuras que se nos podían ocurrir. Pero dentro de esos juegos aprendimos que en el campo no hay momentos muy largos para el descanso. Tanto hombres como mujeres tienen el día completo de actividades, muy bien organizadas, que permiten llevar adelante la vida cotidiana, con todas las carencias de confort que existían en las humildes estancias de la zona de Deseado.
No teníamos luz eléctrica ni gas, y el agua se extraía con la fuerza del molino, de un pozo y a través de un ingenioso sistema de cañerías llegaba a la casa. Para que se calentara pasaba por la serpentina de la cocina patagónica y se acumulaba en un tanque en el baño que nos brindaba un baño tibio.
Cuando anochecía llegaba la ceremonia de los faros Sol de Noche, actividad que todos mirábamos con fascinación porque era difícil de comprender cómo con un par de bombazos surgía una luz blanca que nos permitía permanecer en la cocina jugando a la lotería, al ludo, a la oca y otros juegos parecidos hasta la hora de cenar. Saliendo de la cocina la cosa era más complicada. En las habitaciones teníamos velas y todavía recuerdo las indicaciones más que repetidas para que no jugáramos con ellas porque podíamos producir un incendio.
Cuando ya estábamos en la cama, cuchicheando y comentando los acontecimientos del día, nos íbamos arrebujando debajo de los quillangos de chulenguito y papá o mamá pasaban para darnos las buenas noches y apagar la vela. Y allí surge otra vez en mi recuerdo el olor a la cera derretida y el chasquido del pabilo cuando era apretado por los dedos húmedos para que no siguiera humeando.
Las noches, en aquellas vacaciones de invierno, eran frías, heladas. En los vidrios se formaban figuras extrañas que la escarcha hacía parecer como maravillosas y a la mañana, aunque deseábamos quedarnos un ratito más en la cama, el ruido de la cocina nos indicaba que comenzaba la actividad. Primero era el atizador, que limpiaba la ceniza formada el día anterior, luego las arandelas de la cocina que abrían su boca para dejar entrar los troncos y… ¿quién no iba a levantarse cuando el olor a pan tostado y café recién hecho invadía toda la casa?
Ya estábamos otra vez listos para nuestras correrías, no sin antes llenar el cajón de leña.
El señor Manuel, con su hacha afilada, cortaba los troncos como si fueran de papel; nosotros los cargábamos en la carretilla y corríamos hasta la cocina para llenar el cajón que debía durar todo el día, sin olvidarnos de las astillas que eran imprescindibles para hacer el fuego.
También era nuestra tarea ir hasta “la carnicería” y buscar una pierna o un costillar de capón que formaría parte del almuerzo, junto con las papas, zanahoras y otras verduras que traíamos de la quinta. Todo era producto de la tierra del lugar, todo se cosechaba allí y por eso esos sabores no se olvidan y no vuelven a encontrarse, porque además estaban aderezados con el amor que ponían nuestros mayores para que la comida fuese la más rica y la más deseada.
La tarde era el momento de los juegos al aire libre. El carro de ruedas de acero con el que nos tirábamos desde el cerro. La trampa con un cajón y un hilo largo y algunos granos de maíz, con la que tratábamos de cazar algún pajarito. Pocas veces lo logramos.
El viejo caballo Patoruzú, que se dejaba ensillar y montar por cualquier lado, y que con un paso lento y torpe nos llevaba a recorrer el potrero. Los juegos en los corrales y en el baño para la hacienda, y tantas otras cosas que nuestra imaginación creaba para jugar.
Alrededor de las cinco de la tarde, con las orejas coloradas y algún sabañón que picaba mucho, con los mocos colgando de las heladas narices, volvíamos para la casa.
Allí nos esperaba otra vez el calor reconfortante de la cocina y la merienda con chocolate caliente y algo rico para comer.
Ya oscurecía, y por lo tanto a bañarse, presenciar la ceremonia de los faroles y comenzar los juegos de mesa.
Mientras, el ruido de las cacerolas y los olores de la comida nos iban preparando para compartir la cena.
Y así, día tras día iban transcurriendo las vacaciones, con frío, mucho frío, pero llenas de alegría, de risas y de aprendizajes.
No hay historia que no tenga personajes especiales. En esta no puedo dejar de evocar a mi querido señor Manuel, quien me enseñó a querer a los animales, a cuidarlos y respetarlos, a regar la quinta haciendo zanjitas con la azada para que corriera el agua, a cerrar y abrir los molinos, a destrabar los flotantes de los bebederos y… sobre todo, ¡a tomar vino en bota!
A mi querida señora Porota, que nos retaba igual que mamá cuando asustábamos a las gallinas para sacar los huevos, cuando dejábamos abierta la puerta y el pan no levaba, cuando con los pies llenos de barro le pisábamos la alfombra de la sala.
La misma que con las manos envueltas en su delantal, dejaba caer sus lágrimas a la hora de subir al auto para regresar al pueblo.
Pero hay otro personaje que merece todo mi afecto y el mejor de mis recuerdos.
Churrinche Bórquez… Antonio en realidad, pero de apodo Churrinche, quien llegó a la estancia a fines de un otoño de hace ya muchos años, con la intención de pasar el invierno como peón mensual y luego… como era su costumbre, marchar hacia otros campos. No le gustaba aquerenciarse. Era nómade, diríamos. Un alma libre.
Pero esa vez no fue así; se quedó. Vivió en “El Palenque” más de treinta años. Allí se jubiló y después terminó sus días en el hogar de ancianos, donde frecuentemente lo visitábamos para compartir recuerdos y acompañar su vejez.
En su juventud, siendo nosotros niños y después adolescentes, lo veíamos como un héroe.
De contextura fuerte, siempre erguido, luciendo unas camisas blancas como la nieve y un pañuelo negro al cuello que hacía juego con sus bombachas y botas. Su mirada era calma y pícara, y su rostro armonioso. Tenía un increíble parecido a Kirk Douglas, con ese hoyo profundo en su mentón, que le daba personalidad única y que al sonreírnos inspiraba confianza, nos brindaba amistad y nos invitaba a compartir aventuras.
En los trabajos grandes del campo (esquila, baño, señalada) le gustaba terminar las jornadas con unos partiditos de taba. Allí nos reuníamos a ver cómo tiraban ese hueso con las tapas de metal que podía caer parado y ser suerte, también clavada o lo peor que podía ocurrir es que fuese culo. Las risotadas de los peones y nuestra picardía nos hacían reír y sentirnos importantes viendo ese juego de hombres rudos que tan sanamente se divertían.
Churrinche era domador, y le gustaba mostrar sus habilidades y desafiar a los vecinos, los hijos de don Lucilo Alvarez, que llegaban también a casa en unos caballos blancos con la ropa dominguera para pasar una tarde de fiesta.
Recuerdo a José, que fue conocido en Deseado como “el último tehuelche”, a Cholo, su hermano y a María y Sandunga, dos mujeres hermosas que trabajaban a la par de los demás paisanos, montaban y domaban como ellos y por supuesto, para nosotros, eran como personajes salidos de una película.
¡Qué tardes hermosas pasábamos los domingos, viendo tanto despliegue de destrezas sobre los caballos! ¡Qué admiración sentíamos por esa gente sana, trabajadora, respetuosa, que sabía del sacrificio pero también de la diversión y la alegría que se busca después de largas jornadas de trabajo!
Nosotros queríamos imitarlos, y siendo ya más grandecitos, Churrinche nos enseñó a montar, a ensillar correctamente, a usar el “recao” y no la silla de patucos, como él llamaba a una antigua montura mejicana y otra de salto que papá nos había comprado en La Anónima.
Nos llevaba con él a recorrer el campo, nos enseñó cómo arrear un rebaño de capones y encerrarlos en el corral, cómo pasar la “rastra” cuando una aguada estaba con barro, cómo preparar el morral con maíz y pasto seco para dar de comer a los caballos. Nos enseñó también cómo ubicarnos si nos perdíamos en el campo. Nos decía: “Nunca crucen un alambrado; busquen siempre el cerro donde está el mirador (un palo alto que allí habían plantado) y ahí no más, abajito, están las casas”.
Había un ritual que nos llenaba de intriga y despertaba en nosotros una curiosidad capaz de hacer correr nuestra fantasía a tiempos remotos y mágicos. Se contaba, en las sobremesas, que en un potrero del campo, cerca de la playa, al pie de un cerro, los paisanos detenían sus caballos, desmontaban y, sacándose el sombrero, hacían la señal de la cruz. Se trataba de un “Chenque”.
Durante mucho tiempo le pedimos a Churrinche que nos llevara al lugar, y siempre con una excusa demoraba ese momento.
Un día, cansado ya de nuestra insistencia, decidió llevarnos.
Me imagino su asombro cuando nos vio cargar en la chatita palas, picos y cuanta herramienta encontramos para una excavación. Ya listos, partimos.
Al llegar al pie de un cerro, nos indicó que ése era.
Trepamos con todo nuestro arsenal. Cavamos, picamos, sacamos piedras enormes y ya agotados, nos dimos por vencidos.
Al bajar, desilusionados, le dijimos: -Aquí no es.
Bórquez sólo respondió: -No sé, me habré equivocado.
Al llegar a la casa y contar el fracaso de la que iba a ser la aventura más grande de nuestras vidas, ya que nos veíamos desenterrando huesos y tesoros de los indios, el señor Manuel, parco también en sus palabras, comentó: -Nunca los va a llevar.
Papá nos prohibió volver a insistir, explicándonos el motivo por el cual nos llevaron a otro cerro. Nuestra intención era profanar y destruir un lugar sagrado, y nunca Bórquez iba a permitir tremendo atropello.
¡Qué lección! Qué sabia forma de enseñar a un grupo de chiquilines lo que es el respeto por los que estuvieron viviendo antes en estas tierras.
Su forma de demostrar cuánto nos quería era llevarnos a la cocina de los peones y regalarnos una flecha, esas que él veía desde el caballo cuando recorría el campo.
Ese hombre, que llegó para pasar dos o tres meses en la estancia. Ese domador rudo, ese paisano orgulloso de su estirpe. Ese hombre que no tenía familia, lloró como un niño nuestras pérdidas, y era él quien todas las mañanas venía a buscar a Marta Andrea, que apenas alcanzaba a colgarse de su mano, para llevarla a pasear por las caballerizas, o para darle una fuente más grande que ella, llena de tortas fritas, y reír a carcajadas cuando la chiquita caía en el pasto por correr con tan exquisito tesoro.
Tal vez no sea esta una historia de viejos pobladores, pero tal vez sea un pequeño homenaje a esa gente que trabajó por los campos y que viven en nuestros recuerdos.
Y a todos aquellos que aún hoy, a pesar de las dificultades por las que atraviesa la actividad agropecuaria, se levantan antes de que despunte el sol. Y después de “churrasquear”, ensillan el caballo y allí salen, al trotecito, a romper la escarcha de las aguadas, a levantar alguna oveja caída en la nieve, a mirar los alambrados, a recorrer los potreros, a arreglar un molino, a buscar ese cordero guacho, a…
Marta Laura Gutiérrez
Texto del libro EL CAMPO DESEADO Y SU GENTE, Ediciones EL ORDEN
1 comentario:
Lindísimo relato! Me encantó hacer un viaje en el tiempo al campo patagónico. Gracias!
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