sábado, 9 de octubre de 2010

Centenario de la Escuela 5/ Texto de Oscar Bidabehere

En el centenario de la
Escuela nro. 5 “Capitán Oneto”


Según pasan los años van quedando sedimentos que abonan los recuerdos, como guijarros sobre la playa. Hay pliegues en la memoria reservados a esos episodios que atraviesan la vida de las personas con una intensidad peculiar, y no habrá tsunami que los pueda sepultar. Los cien años de la Escuela Nro.5 tienen esa resonancia que arroba las conciencias, oleadas salobres que humedecen nuestros ojos, imágenes, murmullos, voces queridas donde acunarnos, algún grito de esos que convocan al silencio y resumen la verticalidad que campeaba en los años que marcan su nacimiento y luego el bullicio de aquel patio de cantos rodados, rondas, martin pescador y bolitas haciendo hoyo. La escuela, con su galería vidriada provocando que la luz se cuele triunfante, es algo mas que un edificio, paredes que atesoran sonidos y garabatos en los pupitres, tinta y secante en mis horas escolares, iniciales enlazadas que hablan de amores en ciernes, pizarrones negros, tizas blancas dejando sus huellas en pequeños dedos, chanzas dibujadas que perduran huérfanas y nuevos habitantes que año a año trajinan esas aulas que parecen cajas vacías cuando se acallan los ruidos que saben de ausencias. La identidad es moldeada con el barro del lugar, tiene sus matices, viento, nieve y lluvia, cielos sin nubes, mañanas oscuras, calles de tierra, agua escarchada donde patinar, aquellas estufas con velas cerámicas calentando el ambiente y semillas que germinan desafiando la adversidad. Cuando finalizado agosto ya había comenzado a borrarse lo mas crudo del invierno, una tarde de septiembre del ’56 ingresé por primera vez a esa silueta anclada en piedra y cemento que mira al norte, colores pastel, postigos verdes, y los temores encogiéndome ante lo desconocido. Había quienes tripulaban la nave; la marcha tenía sus bemoles, claroscuros y soles encendidos, y manos aferradas al timón manteniendo el derrotero. Internándome en los laberintos del conocer hubo dos mujeres que alumbraron el camino, esparciendo ternura por doquier, y saberes enciclopédicos siempre a flor de labios. Gráciles crisantemos perfumando aulas que sin ellas semejaban cuerpos sin alma. En tercer grado me recibe una dulce dama, menuda, de llamativa disminución visual, todo fragilidad en apariencia. Fue al andar que supe de su energía con reminiscencias volcánicas. Tuvo espacio para entender mis silencios, y oídos sensibles a las tribulaciones que signaban la condición de zurdo contrariado. Bastó que apelara a una sapiencia cultivada sin ataduras, para que me ayudara a romper las cadenas, permitiéndome expresar todo lo que llevaba adentro. Aquella educadora sin par, se llamaba Pepita Cimadevilla, mis honras en este día a su memoria.

En la última estación, sexto grado, tuve otra maestra de quien aprendí a intuir el significado de la ecuanimidad, en esos confusos momentos donde huelgan las palabras y la justicia se ve asediada. Alentó ese berretín por escribir para calmar los dolores que oprimían mi corazón y percibí en ella esa pasión por enseñar que no escatima esfuerzos, hurtándole horas al descanso, entregándose sin reservas. Vaya ejemplo, aquella maestra, fue en la Escuela nro.5 donde escribió uno de sus capítulos más luminosos. Hoy debo sacarla del ostracismo para que las generaciones presentes no olviden ese nombre que ocupa un lugar en la historia de esta escuela, loas a ti, Lilita Suárez.

Hay otros en la fila, la señora de García, mi primera maestra, Rafael Gómez Wilson, Guillermina Basanta, Boni Urbano, Justita Arroyave, los que están y los que ya no están pero han dejado su estela, nombres con musicalidad, notas de una escala rítmica, cántaros de agua fresca donde saciar la sed y distintas varas para medir las travesuras. Todos y cada uno para que florezcan cien flores que disipen las sombras de la ignorancia y hagan claudicar las razones de los necios. Reprimendas y caricias, verdades a puño, en frenético ida y vuelta, para eludir las trampas que nos tiende la selva humana, gracias por enseñarme a respirar cuando el aire está viciado y a separar la paja del trigo. Hoy la distancia se esfuma mágicamente para abrazarlos, disfruten, hay nuevos amaneceres en el horizonte.



Oscar Armando Bidabehere, Olavarria, setiembre 2010.

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