De cómo la derecha devino en izquierda
¿Nunca ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Quevedo
La casa de mi abuela materna fue el primer destino que alcancé solitario. Estación previa a la vida escolar. Venciendo la timidez y acicateado por fantasías amasadas en domingos de matinée, me calcé el traje de explorador, soltando amarras del cuidado de mi madre. Como una elegía al amor, ella era un cántaro de agua fresca imprescindible en medio del desierto patagónico. Sin planificarlo pude desandar esas tres cuadras largas que separaban nuestras casas. Lo viví como una expedición a lo desconocido, hacia un puerto colmado de sabrosos manjares: degustando cazuelas de linaje asturiano en las navidades, o más tarde tomando esas sopas de gallina de sabor irrepetible, escuché los primeros consejos. Mi tía que oficiaba de celadora de los buenos hábitos, me reclamaba “nene, tenés que tomar la cuchara con la mano derecha”. Desde alguna parcela remota de mi mente surgía esa fuerza irrefrenable para empuñar los cubiertos con la mano izquierda. Una verdadera afrenta a la uniformidad pretendida, que gota a gota fluía desde las entrañas de la sociedad, como una ofrenda al poder. Fue así como larvadamente se fue gestando el conflicto que luego eclosionaría en mi paso por las aulas.
Mi abuela vivía en una casa de chapas con ondas grises, paredes y pisos de madera, camino al río, hundida en la pendiente de una calle que desemboca en el Hospital, con la ría Deseado a sus espaldas. Vecina al nosocomio, aún se levanta una torre luminosa, la Baliza, mudo centinela para orientar los barcos, cuando la bruma desdibuja su derrotero. El azul intenso del mar abierto que penetra la tierra, era un sobrecogedor telón de fondo que hacía más pequeña aquella casa, con frente a la calle Estrada, a pocos metros de la Escuela Provincial nro.5, donde se tejieron los últimos capítulos de esta historia.
El itinerario de mi viaje comenzaba cruzando la calle hacia el Edificio de El Orden, el periódico local, donde Efraín cultivaba su sapiencia de tipógrafo. Pilas de papel, blanco, rosa y amarillo depositadas a cielo abierto, dibujaban caprichosas piruetas en el aire para mi disfrute, en aquel patio sumergido. Robándole horas al sueño la pluma de don León, decano de los periodistas del pueblo, quien por afortunada casualidad, vivía en la misma manzana de mi abuela, había narrado las peripecias de los huelguistas en los años 20. Cuando evocaba a su líder Facón Grande, afirmaba “Yo me imagino que Martín Fierro tuvo la misma estampa que este autentico gaucho de las inmensidades patagónicas”. La crónica cuenta sobre cientos de anónimos protagonistas que enarbolaron sus derechos para enfrentar las humillaciones y el oprobio a que los sometían los poderosos, regando con su sangre la meseta, en inmediaciones del Bosque petrificado.
Continuaba caminando ufano por la vereda de cemento alisado. Su relieve tenía la apariencia de serigrafía de puntos, tras doblar en la esquina, calle abajo, enseguida venia la librería donde alguna vez compré el Simulcop. Práctica originaria en el árbol genealógico de las fotocopias. Arma infalible para gambetear a las dificultades con el dibujo, la tinta china, el plumín y el papel manteca. Esa economía de tiempo alargaba las tardes. Hasta la puesta del sol, las roquerías circundantes a mi casa, se poblaban de cow-boys, cual émulos del Llanero Solitario. Al trepar esas alturas, atalayas desde donde otear el horizonte marino, me transportaba hacia las más inverosímiles aventuras. Hurgando en la historia lugareña abrevaba en esas hazañas de bucaneros como Tomás Cavendich, lugarteniente del célebre Francis Drake, y su nave Desirée, aquella que prestara su nombre cargado de futuro al pueblo donde nací. En la librería convivían como dos menús, los útiles y el juego. Juntando moneditas me hice de mi primer álbum con todas las estrellas del fútbol vernáculo. Luego de obtener la “figurita difícil” tuve mi primera Nro.5, ese balón añorado. El estadio con arcos de piedra era mi canchita a la vera de casa. Con la zurda describía surcos en la tierra yerma mientras la disputa se extendía hasta que los últimos rayos de luz huían por la Bahía Uruguay.
Avanzando, al final de la cuadra, estaba una tienda de ramos generales, una antigüedad hoy, en la era de esos no-lugares llamados shoppings. Luego tropezaba con el edificio del Banco Nación. En la geografía lugareña se imponía la solidez que transmitían sus paredes de piedra, con pasado volcánico. Mezcla de asombro e inocencia de niño, me cautivaba su arquitectura. Aceleraba los pasos y me encontraba con el Hotel Cervantes. En sus primeros años de matrimonio se había alojado en sus habitaciones, el mayor de los hermanos de mi madre, Honorino. Custodio de la memoria familiar, mechaba su antifranquismo con el recuerdo de las luchas en la Patagonia Trágica. El mismo había salvado su pellejo, guareciéndose entre fardos de lana, cuando cargaba la caballería de Varela, tras los pasos de Facón Grande. A flor de labios llevaba su consejo ante la adversidad: “sé como la caña de bambú que se dobla pero no se quiebra”.
La calle estaba tapizada de cantos rodados, pulidos por la erosión, en una policromía donde predominaban los grises. Como descendiendo una escalera imaginaria avanzaba hacia el río y de pronto, la casa de mi abuela. Para ingresar había que deslizarse por una roca de basalto que emergía como el caparazón de un animal cuaternario. La ladera de la calle era una muralla de piedra de tonos rojizos. Enfrente, en diagonal, la cancha del club de mis amores: el Ferro, y esas tardes memorables donde los rivales de turno sucumbían ante el juego endiablado de la dupla que conformaban el flaco Alfredo, la estrella del equipo, secundado por Jarita, un fornido centroforward, con la pegada de Bernabé Ferreira. La vistosidad de su juego los había transformado en una suerte de homónimos futbolísticos, de aquel otro binomio que arrancaba admiración en el mundo: Pelé-Couthino.
En el patio poblado de gallinas, chivas y cabritos, se levantaba solitario, en el centro, el Galpón de tantos asados al palo y tenidas familiares en torno al consejo de ancianos que presidía mi abuela y el tío Francisco, un minero asturiano con manos curtidas por el carbón, que llevaba en sus alforjas mil historias con las que me relamía, sentándome en sus rodillas y abriendo bien los oídos a esos relatos de piratas, con pata ‘e palo como héroe excluyente. Entre tantos trastos viejos pululaban los recuerdos de mudanzas. Baúles que guardaban secretos inaccesibles a nuestra curiosidad. Objetos con el sabor de lo exótico, revistas de los años idos como Caras y Caretas y el Gráfico, cuando la casa de los abuelos estaba enclavada en Tellier, “el Veinte”, su primer destino en estas tierras al dejar la añorada Asturias. Con la adrenalina a flor de piel, sin mapas ni guías, el recorrido tenía el sabor de poder sortear los obstáculos yo solo. Esas vivencias e historias de vida iban nutriendo mi personalidad. No era precisamente una hoja en blanco. Su granito de arena sumaba a la hora colmar mi lustrado portafolios, junto a lápices y cuadernos. Estaba listo a continuar el desafío de conocer y descubrir el misterio que se escondía detrás de números y letras. Gozando de la lectura, aprender a sumar y restar.
Con aquel almidonado atuendo de palomita blanca, que nos asignaba la literatura infantil, abandonaba esa posta tan llena de magia, para dirigir mis pasos a la Escuela. Antes había una parada insoslayable, donde fluía la música y un arco iris de colores muy particulares, los pavos reales del jefe de la Argensud, la casa de ramos generales. Las mitológicas aves, avisaban a su dueño presencias extrañas y avanzaban hacia nosotros abriendo esos abanicos de plumaje mezcla de verdes y azules intensos, en un interminable baile de seducción.
Aun no se habían acallado los ecos de los ruidosos pavos y a la vista de la Punta Cascajo, accedía a la manzana donde estaba emplazado el edificio escolar. Una corte de pinos con ese verde perenne que desafiaba la aridez del terreno, delimitaba el predio. En los canteros del frente florecían bajo el cobijo de las paredes de cemento, los claveles, dalias y gladiolos. Así una tarde de septiembre, cuando se extinguía el invierno y los copos de nieve habían emprendido la retirada, ascendí por primera vez los escalones que conducían al portal de ingreso de la Escuela Nro.5. Una foto me trae la imagen de aquellos mis primeros compañeros, rostros que quizás hoy no podría reconocer, perdidos en la espesura del tiempo. Entre ellos la figura de una niña con esa expresión indescifrable de Mona Lisa que rápidamente cautivó mi corazón y pobló mi espíritu de secretas ilusiones. Quizás en su vuelo etéreo nunca reparo en mí, pero su presencia me infundió enjundia en cada porfía deportiva. Frecuentemente incursionaba en las pulseadas donde inexorablemente mi mano izquierda salía airosa. Como un rosario de asignaturas pendientes, la niñez esta poblada de amores platónicos y confesiones de amor no dichas, y la escuela es el ámbito primigenio de iniciación amorosa. El escenario era el patio de cantos rodados delimitado por esa “L” invertida que simulaba la silueta escolar con una galería de aulas luminosas que culminaba en la sala de música, sede del mapamundi y su sequito de mapas, con la proa puesta en dirección al muelle de Ramón. Aquella era la caja de resonancia de nuestras energías en expansión. Había una zamba de Polo Jiménez, entrañable melodía que cantaba a tambor batiente desplegando mi naciente vocación de cantor: “El viejo patio que da al callejón, /la galería, el aljibe, el rosal, /la pajarera, la hamaca, el malvón, /me llevan siempre en el recuerdo a mi pago ‘i Pomán./...Qué tiempo feliz el de la niñez!/ ¿Velay, yo no sé para que pasará./Palabrita ‘i Dios da gana ‘i llorar/ de sólo pensar que no volverá”. Entre una fila de gallardos pinos, se avizoraba en la ribera sur, la piedra Toba, verdadero símbolo de que “los árboles mueren de pie”. Luego había un terraplén que llevaba a la quinta poblada de perales y que acechábamos desafiando las miradas del portero, cuando a la tarde concurríamos a cuidar las flores. El corazón latía fuertemente cuando hincaba el diente en esos frutos conseguidos a hurtadillas. Antes del descenso se levantaban los baños. Allí entre otras cosas comunes a los humanos saciábamos nuestra sed con aquellos curiosos vasos plásticos que plegaban como un acordeón. Una tarde de tantas, de bolitas japonesas como tesoro que despertara las envidias, me pavoneaba en el recreo hasta que Pedro, un longílineo compañero, al que vi por ultima vez entre tantos extras, en una escena del film La Patagonia Rebelde, golpeó con su mano la mia, y entre ese torbellino de guardapolvos blancos mi patrimonio de vidrio se esfumó. En el fragor voló una “piña” o si Uds. quieren un trompis, que impactó en mi humanidad. Ingresábamos ya en el aula, en mi segundo grado, donde el maestro, imponía silencio con su sola presencia. Pasar al frente era sólo para valientes. Pizarrón negro y tiza blanca en medio de un océano de incertidumbre y las miradas ansiosas de los compañeros haciendo fuerza para que aparezca el salvador que los libre del cadalso. El recreo era una pausa al ingreso a ese infierno de tinta y secante. Sin hesitar corrí a denunciar la afrenta recibida en el patio. Angustiado recité que me habían propinado una piña, desvaneciéndose en la polvareda mi preciado tesoro. El maestro convoca a Oscar, mi compañero de andanzas, para que vaya al fondo del aula donde estaban los armarios, y le dice: traiga una piña, el fruto. Exhibiéndola, me interrogó: ¿con esto le pegaron? Las risas no se hicieron esperar. Enmudecí por la humillación infligida, máxime porque fue ante los ojos de Mona Lisa. Mientras me sonrojaba, la procesión iba por dentro. Mi desempeño ya me había sacado del cómodo anonimato. Con la aspereza de la lija, a tono con los vientos que soplaban en la sociedad, la pedagogía vigente concebía a los educandos como tablas rasas, recipientes vacíos, y obraba inspirándose en aquello de que la letra con sangre entra. Víctima propicia era mi borroneado cuaderno, ornamentado por aquellas filigranas rojas tamaño catástrofe, de la palabra “Insuficiente”, que reprobaban mis titubeos al escribir. Se premiaba la prolijidad vacía, pintada de nada, antes que las ansias por conocer. El reinado del bolígrafo no había irrumpido aun y empuñar la pluma que se sumergía en el tintero alojado en el centro del pupitre era una tortuosa maniobra. Es que había una raíz que abonaba mi torpeza, aquella tendencia natural a escribir con la mano izquierda, reprimida con obligación de poner el brazo hacia atrás, si era preciso atándolo, y porfiando escribir con la derecha. Estaba en el pelotón de los rezagados, consecuencia amarga de habitar en soledad ese hemisferio de izquierda. Con el estigma de mi zurdera a cuestas, la helada atmósfera que envolvía ese mundo vertical hacia invisible e inaudible el conflicto. El sentido común sacralizaba a la derecha y denostaba a la izquierda. Vaya ocurrencia aquella de desafiar un mundo diestro.
¡Al fin las anheladas vacaciones con su carga de poesía y correrías sin par! En mi mente sólo había espacio para deambular aspirando ese aroma, mezcla de algas y mejillones, que subía desde la costa. Contemplar las bandadas de gaviotas cocineras, en vuelo libre hacia una excursión de pesca. Retozar desde el alba hasta la puesta del sol, lejos de los deberes escolares. Más hay una imagen turbadora. Estoy en casa de mi abuela, frente al papel, pretendiendo doblegar mi zurdera innata, escribiendo con la mano derecha, largas y tediosas frases. ¿Estaré enfermo? Me interrogaba permanentemente. ¡Qué suerte la mía, con ese defecto! Esa pretensión de contrariar la naturaleza se correspondía con la gimnasia habitual cuando se trataba de “encauzarnos”, un molde para la sumisión. Todo debía teñirse del mismo color en el afán de limar la diversidad, y la consigna tenia tozudos intérpretes que le hacían el honor. A las pruebas me remito:”Para mañana escriba cuatrocientas veces: Debo respetar a mi maestra y mis compañeros” u otras perlas por el estilo, que acortaban las noches, ante ese mandato absurdo. Hostilidad y desamparo se hermanaban para conseguir el objetivo, pero había quienes no se arredraban. El surgimiento de los Boy-scout había atraído la atención de muchos compañeros, entre ellos de Valerio, un compañero de gesto bravío, que intuía mejor que nadie la asociación del poder al uniforme. Estábamos ante un acto patrio y la escuela convoca a sus alumnos al desfile, en la disyuntiva, Valerio, el flamante boy-scout, elige faltar a sus deberes de escolar para encabezar a los niños uniformados. Aquel atrevimiento con la carga de ingenuidad de nuestros cortos años, conmovió los cimientos de la férrea disciplina escolar y abrió fisuras en el pensamiento único. La circunstancia dio lugar a un abanico de interrogantes: ¿La vida es siempre deber? ¿Todo reside en obedecer consignas? ¿Para qué o para quienes? ¿Cuándo campea la autoridad, nos esta permitido pensar por nuestra cuenta, soñar con utopías? ¿Existirá esa gota que horade la piedra? Pocas eran las respuestas aun. Mi historia escolar hasta ese momento, parecíase mas a un camino de espinas, que a un baile de graduación.
Cuando la tensión iba in crescendo y la aurora parecía lejana, como en los cuentos, surgió un hada salvadora, que como la cigarra me rescató de la oscuridad. Una figura de mujer pequeña, frágil como el cristal, mi maestra de tercer grado, Pepita, un nombre propio con esa resonancia musical del caracol que trae el rumor del mar. Suplía su progresiva cortedad visual con una apuesta a la ternura, para llegar a esos locos bajitos que aleteaban en su derredor. Una tarde a poco comenzar el curso, percibió mi dolor interior, adivinó mis ruegos, hizo algo tan sencillo como escuchar, y me invito a su casa que se encontraba en una calle empinada: Ese día, a pleno sol en mi memoria, acudí por la tarde y en un cuaderno me hizo ensayar con mi mano izquierda un texto cualquiera. Mágicamente las cadenas se habían roto. “El día que vino y se fue, será un gran día” sentencian los versos de Juan Gelman. Esa madrugada volví a soñar y el amanecer se pobló de mariposas. Nunca más abandoné mi inclinación natural. El lastre autoritario y oscurantista que había demonizado mi zurdera, finalmente inclinó su cerviz. Ese momento sublime se ve empañado por la desaparición de mi abuela. Dos años más tarde, cuando ya estaba en mi quinto grado, y nuevamente de la mano de Pepita, se apaga la vida de mi padre. Así aprendí sin anestesia, descarnadamente, que todo comienza y tiene fin. Nada es para siempre. Esos verdaderos sismos del alma, amenazaban con hacerme zozobrar. Pero ahí estaba, providencialmente, esa Maestra. Una tabla a la cual asirme, una brújula para encontrar el rumbo. Fue en una de esas tardes de primavera, entre germinadores en las ventanas y verbos conjugados, que ella misma, mi dulce hada protectora, me alcanzó aquellos versos de Almafuerte: “No te sientas vencido, ni aun vencido”.
Oscar Armando Bidabehere
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