sábado, 28 de agosto de 2010

Ante el reciente fallecimiento de Hector Mario Espindola, un homenaje de Oscar Bidabehere

A 40 años del primer torneo de "baby futbol"
AGASAJARON A HECTOR ESPINDOLA

Avanzar sin resuello, con armas nobles, espíritu solidario y así triunfar en el campo de juego... La fuerza de la unión y el altruísmo. Enseñanzas grabadas a fuego en aquellos párvulos de narices flameantes y rodillas raspadas. Han pasado cuarenta años, muchos en la vida de un hombre. Pero los ecos de una humilde gesta que nos tuvo como protagonistas, no se han apagado. Los entonces niños crecieron y no olvidaron a aquel que fue catalizador de nuestras ansias deportivas y que quedó en nuestras memorias asociado a la alegría.
Eran tiempos donde el juego con la pelota no sabía de horarios, cualquier espacio fuera de las obligaciones escolares era bueno para darle a la redonda. La historia comenzó en aquel local emplazado en pleno centro, donde funcionaba la agencia de Transportes Patagónicos, el pullman que nos comunicaba con el mundo por aquellos caminos polvorientos. El arribo del colectivo entrañaba un acontecimiento que alteraba la monotonía del pago. Allí íbamos cuando partía algún ser querido, a curiosear la llegada de los forasteros o de alguna linda niña.
Pueblo aluvional el nuestro; convergían argentinos de los lugares más distantes en busca de nuevos horizontes. En aquella pequeña terminal aprendimos a conocer a Espíndola, a secas, como lo llamábamos. Los rostros de los pequeños se encendían cuando este correntino que trajo en sus alforjas la picardía y el empuje de ese enjundioso pueblo mesopotámico, ensayaba sus chanzas y fintas verbales.
Eran tiempos sin televisión, ciber o video juegos. Nuestra niñez era un canto a la aventura y a la descarga de energías en pruebas de esfuerzo, en los carritos con rulemanes, los cowboys y el futbol. Domingo a domingo nos pegábamos a la radio para escuchar, temblando de emoción, la voz de Fioravanti relatando las proezas de aquellos cracks que sólo conocíamos por las figuritas o El Gráfico. Proyectábamos nuestros sueños en las canchitas que se armaban en los patios de las casas o en los muchos baldíos existentes por entonces. En ese marco Espíndola tuvo la ocurrencia de urdir un campeonato de fútbol infantil, el glamoroso Baby-futbol.
La calle San Martín, la de los desfiles patrios y el Cine Español, escenario de los paseos obligados, la vuelta del perro -como la bautizara la comidilla pueblerina-; justo ahí en el trayecto que separaba la terminal de colectivos de la farmacia había una cancha de tenis en desuso con piso de cemento, color rojizo, imitación de polvo de ladrillo, característico del deporte de las raquetas. Ese fue el estadio pensado por Héctor. Así armamos nuestra escuadra con chicos vecinos y amigos de andanzas: Carlitos Martínez, el hijo del relojero, larguirucho, más bueno que Lassie; Arturo Rodríguez, habilidoso, algo pachorriento, llmado a ser figura en la primera del Ferro; el Rata Santana, un torbellino, pequeño titán que era el pulmón del equipo; "Rojitas" Oller, menudo y hábil como el celebrado jugador de Boca, certero a la hora de definir; atrás Muñoz macizo como su progenitor picapedrero y Carlitos Bidabehere, una zurda con destellos de calidad, el Súper, un apodo acuñado por su aire ganador en cualquier terreno. Todos juntos sin egoísmos, mancomunados en pro del triunfo. Un vínculo entrañable que aún sigue vivo en nuestro corazón.
El equipo fue bautizado por nuestro mentor con un nombre símbolo de poesía y convocatoria a la lucha sin desmayos: Almafuerte. Y como si fuera poco, para insuflarnos ímpetu para vencer al rival de turno, la camiseta xeneixe, como la de Rattin, Marzolini y el mencionado Angel Rojas, el pibe de oro. Amor a una divisa que nos nutre desde la cuna. Aún hoy que ha corrido mucha agua bajo el puente no ha menguado la ebullición que desata la azul y oro. Y toda esa empresa al comando de Hector Espíndola, gestor, masajista y alma mater en aquella quijotesca puja deportiva.
No se necesitaron miles de dólares, promesas faraónicas; sólo la acción silenciosa amalgamada en el espíritu amateur tan devaluado en la hora actual de barreras y candados que obligan a pagar para ver. ¿Hay algo más valioso que dar alegría a un niño, hay retribución más maravillosa? Eran otros tiempos, se dirá. Pero el reloj implacable no ha conseguido diluir en nuestras mentes aquella historia mínima. Hubo un mensaje inspirador en Almafuerte y un ejecutor consecuente: Héctor Espíndola. A él nuestro humilde homenaje. Mil gracias por su sonrisa franca, su solidaridad sin reservas. Su buscar sin dar recompensas.

LOS CEBOLLITAS DE ALMAFUERTE, marzo 2005
(texto elaborado por Oscar Bidabehere)

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