miércoles, 21 de mayo de 2008

RELATOS DESEADENSES/ "Cada 15 de julio"

Cada quince de julio tiene una resonancia particular. Ese día cumplía años mi padre,
una presencia elusiva que amenaza perderse en la espesura del tiempo. Fue corta su
estancia a mi lado. Solo diez años. Coincidentemente es el cumpleaños de Puerto Deseado y los márgenes del festejo se cruzan y confunden con esa, mi angustia y recuerdo. Una manera de vencer al olvido. En esa tierra están mis raíces y eso no lo borra nada. Es invierno, julio, tomado de la mano de mi padre, traje azul, perfume lavanda y boquilla en los labios, todo en él es distinción. Caminamos rumbo al Covadonga. Torneo de bochas Aniversario y ese amor que me dura por las lisas y rayadas. Acordes que flotan en el aire
brotando de aquellos parlantes en las palmas emplazadas en cada esquina: los Cinco
Latinos y Rita Pavone mezclados con Elvis. Música, romance, flirteo, sueños que esperan su momento. Mi padre recala en estas costas luego de desandar miles de kilómetros, sediento de aventuras, escapándole a una vida aburrida y sin horizontes. Traía el cansancio del espíritu nómada y un ramillete de sueños. Se rinde cautivado por una morocha de rizos suaves, mirada inquieta y sonrisa de nácar: Amor. Y nací yo. Luego el ocaso, la soledad y el vacío de las pérdidas. ¡Cómo salir del pozo! Primaveras de claveles y crisantemos. Hay imágenes de contornos firmes que guardo como en un álbum que no se degrada ni se extingue. Olores, sabores, perfumes mágicos. Aquel primer helado de vainilla en el Hotel Argentino. En su escenario Fu Manchú y el recuerdo de Estela Raval inaugurando su saga de éxitos según cuentan.”Yo estuve ahí” dirán los memoriosos y el número se agiganta al paso de los años. Los corsos en la 12 de octubre y las carrozas de los Bach con sus jinetes ataviados como vaqueros del lejano oeste. La pasión del deporte que se mostraba esquivo a mis pies. El fútbol. Las duras tenidas en la cancha del Junior, y Pocho Leal, una muralla china en una zaga inexpugnable, y aquella delantera con la Saeta rubia Sani Galiment, Prendes y Veguita y las furtivas apariciones del negro Leaños. Y el Ferro de Poloni volando de palo a palo, bajando la persiana y Marinado, el mariscal de mimbre que llegaba a todas, barriendo el área, Alfredo Vila y esa habilidad a lo Ermindo Onega, mi ídolo con la banda roja, y el cañonero Jara, una topadora. Tardes acodados en las barandas que bordean la cancha. De Liga Norte. Los goles del Ferro, el club de mis amores y aquel polígono de cemento y techo rojo, en una esquina de la cancha, vestuario con sabor a aceite de lino. Estamos en la confitería del club. Una foto. Carlitos, mi hermano, Arturo, rostros pletóricos de alegría y la Copa conquistada en las áridas tierras de Caleta. La gloria retratada para la posteridad. Y luego el Básquet en la cancha de la prefectura y una estrella con lazos locales: Roberto Otegui, que intentábamos imitar. Y San Lorenzo, el azulgrana, con aquel paraguayito que lleva esos colores como un gamo recorriendo los cañadones, haciendo sucumbir en las arterias de canto rodado a cuanto rival lo desafía por los meandros del pueblo y por ultimo Ramonín con sus aceleradas que atronaban la paz pueblerina, ensayando las maniobras mas osadas en una suerte de filigrana a bordo de un cuatro ruedas. Dos horas a Comodoro, record y a firmar, cuando viajar en uno de aquellos colectivos de transporte Patagónicos demandaba ocho horas.
Rutas pedregosas, traicioneras que se llevaron la vida de otro As al volante: Severino. Esas masas de domingo en el Colón donde don Conz estampaba la hostia en esos alfajores de sabor irrepetible. Y la cantina del Ferro,”la Cueva”, en la vieja Estación de piedra. En torno a una mesa mi padre y sus rivales. Porotos y naipes que circulan de mano en mano. Y los gritos de Jovino y Jesús Cora, desafiante con ese fuego que inmortalizara Osvaldo Bayer cuando las huelgas del ´22. Las kermeses en la cancha de basket y las hamacas con forma de torpedos taladrando el aire. Los Bailes en el salón.
Esas maratones que duraban toda la noche. Carnavales con orquestas, serpentinas y
matracas. Y Teatro, en el Cine español, bajo la férula de Caruso y la ductilidad de Piola, una suerte de Discepolin local. El folklore, y los hermanos Pérez, bombo y guitarra, Zamba de mi Esperanza, emblemática y sutil. La Escuela nacional de Comercio con su espalda apoyada en el cine Español. Una vieja cancha de pelota a paleta. Figuras quedejaron huellas en mi espíritu, Salvo, Rostagno, Lilita, Rosas, Lionel Rivas, Boni, Pepita Cimadevilla y muchos más. Esperanza, la directora, sin estridencias. Seria y justa. Rostros y estampas sobre las que construir la personalidad. El colegio San José. La Acción católica. El papi fútbol, el padre Báez, Saracano y sus ocurrencias como cuando fuimos a cazar pingüinos para embalsamar. Un dislate si los hay. O los barriletes con forma de avión lanzados desde la torre de la iglesia. Y Los reyes magos llegando en ómnibus y repartiendo juguetes frente a la Argensud. Y el humor que estimula y cierra las heridas, los apodos y apelativos de toda laya y esa voz de Ariel Delgado lugareño con la expresividad que desata sonrisas de Ricardo Vázquez. Y mis amigos de esos tiempos, Patricio y Andrés, que vio su vida segada por la horda nazi. Y nuestros sueños abortados.
Y el amor de una mujer que encandiló mi vida y que la distancia secuestró definitivamente. Sin darnos una oportunidad. Destino de exilio. Nuevos horizontes y un volver a las fuentes para mojar la frente con agua bendita en la gruta de Lourdes. Son las marcas que nos dan pertenencia al lugar. Febrero de peregrinaciones y fiesta del tiburón. Y El Orden, con la pluma enjundiosa de Zerbino enhebrando pareceres y gambeteándole a la censura. La cena y las medallas de los cincuenta años. Como generales vencedores en la batalla, que no arriaron las banderas. La Patagonia Rebelde y Facón Grande. Los de arriba y los de abajo. Y la historia continua. El trago amargo de Osvaldo, Cholera, mi hermano menor, arrojado a las mazmorras que devoraron a los mejores hijos de mi generación. El cómo y el porqué y el dolor junto a nuestra madre en una lucha que perforó la injusticia. Y el sol brilló nuevamente y hay otros hijos que llevan el estandarte. Secuencias de una película en la que no podemos faltar y que renovamos todos los días. Aunque estemos lejos. El viento sur, ese cazador barbudo que inmortalizara Raúl González Tuñon es el que nos mantiene despiertos y ligados para siempre trayendo como un animal dormido en sus entrañas esos aromas familiares. Como en la cueva de los leones y sus piletones orlados con algas multicolores y cantos rodados esmaltadas por esa agua fría portadora de vida. El muelle de Ramón y esos veranos a su refugio. Rampa vertical hundiendose en el mar, sin descanso, y sobre el azul intenso, collares borravino con apariencia de cachiyuyos. Y al fondo las islas que se recortan con la Bahia Uruguay como telón de fondo. Los tiburones.
La pesca del pejerrey. Punta Cascajo y la rivera sur, la Piedra Toba, enhiesta, horadada por la erosión. El estuario con ese ballet acuático que dibujan las toninas. Y una tarde de escuela cuando atracó en sus costas una ballena enferma y fue centro de atención. Estaba en la escuela nro.5, la de los perales verdes como la esperanza. El picnic en el Quitapenas, miradas arrobadoras y algún romance adolescente. El monumento a Oneto y ese julio despiadado con los cuerpos, esculpiendo figuras de hielo, escarchas como ojos ladinos a nuestro paso. Banderas, discursos y los restos del fuerte que se desnudan con la marea
baja. Marchamos. La plaza Centenario y sus pinos perennes que resisten de pie la nieve que cae sin cesar, vistiéndolos con trajes de novia. Un arco de mástiles y mis manos sosteniendo en alto la enseña de la patria. Verde y blanco. Verde en los uniformes, blanco en los guardapolvos. Chocolate y matinée. Y el silencio de esas tardes de feriado y leer, Verne, Zevaco, Sthendal. Aventuras y más aventuras entre las cuevas y los acantilados y ese aroma a mejillones y algas inconfundible. Que sube desde la costa y nos rodea, se mete en nuestras narices, y nos recorre como un elixir al que necesitamos siempre volver. Y el viejo Tafra, burlándose del paso del tiempo, como el gran timonel dando brazadas cuando el frío arrecia. Emociones y mas emociones, vibraciones del alma.
Y Deseado, es y será mi tierra, por siempre, para siempre. No habrá otra igual. A ella volveré cuando ya no esté en ninguna parte, en ancas de algún albatros, en el polvo que trae el viento, que acaricia las olas, que tiembla ante el llamado de mi madre: ”Vamos chicos, la comida está lista”, que juega entre las rocas de los cañadones, que se trepa a la baliza, que se filtra por cada rincón de esa geografía sinuosa, como una beldad que se resiste a ser seducida, que se escurre entre los dedos y de la que he quedado prendado hasta el fin de los tiempos.

Oscar Armando Bidabehere
Julio de 2006
Olavarria, Pcia. de Buenos Aires

1 comentario:

mariosantos dijo...

Muy bueno, el relato, es Deseado,conoci a Oscar,Carlos ,y Osvaldo,comparti mucho de mi infancia con Osvaldo, los recuerdo a los tres con afecto.-

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