sábado, 21 de julio de 2007

Pequeñas Historias/ Anticipos de un libro inédito

Aeronautas

Allá por la década de 1950, por lo menos así lo dicen los más memoriosos, se fundó el Aero Club de Puerto Deseado. Un grupo de vecinos, liderados por don Tiburcio Apesteguía, había logrado darle estructura jurídica a la entidad, y logró instalarse en el predio de la Fuerza Aérea Argentina vecino a esta localidad. Allí se construyó el primer hangar y a fines de la mencionada década se dictó el primer curso de pilotos civiles, que estuvo a cargo del instructor Luis Cuniberti. Más adelante se realizaron otros cursos y se adquirieron las primeras máquinas. Es posible que el primer avión propiedad del Aero Club haya sido el Piper PA-12 de matrícula LV-YFL.

Durante sus casi cincuenta años de vida la actividad aeronáutica local tuvo muy pocos percances, teniendo en su gran mayoría como única consecuencia unos pocos daños materiales. Solamente se recuerda uno con daños personales, aunque no de gravedad, que fue el que protagonizaran Antonio Alegría y Oscar Iribarren con el Piper LV-RSR cerca de la costa atlántica, entre Cabo Blanco y Mazaredo, en proximidades del establecimiento ganadero de la familia Fasioli.

Ya había oscurecido. Era una tarde de fines de otoño de 1970. Yo estaba en mi consultorio acomodando unos papeles cuando vienen a buscarme para concurrir al lugar del accidente. Los días anteriores había llovido torrencialmente y el camino a Cabo Blanco que sale del Km. 23 estaba intransitable. Era imposible intentar algo con la ambulancia, que quedaba descartada para este tipo de auxilios. En esos años aún no existía la proliferación de camionetas 4x4 que hay actualmente. Un grupo de vecinos, con Horacio Aguilera a la cabeza, se ofreció para colaborar. Horacio ofreció su camioneta Ford roja y blanca con cúpula. Se cargaron algunas bolsas de arpillera y algunas palas y con esa camioneta y otro vehículo más se resolvió emprender el camino hacia el lugar indicado.

Después de recorrer un poco más de la mitad del trayecto, nos encontramos frente a frente con otra camioneta que venía en sentido contrario. Nadie quería dejar la huella por temor a empantanarse, pero enseguida se pudo determinar que la otra camioneta traía a los accidentados, de manera que, como primera medida, se procedió al trasbordo de los mismos. Se pusieron unas mantas sobre el piso de la caja con cúpula de la camioneta de Horacio y allí nos acomodaron a los tres: Alegría de un lado, Iribarren del otro y yo en el medio. El problema era que ese espacio no tenía calefacción y estábamos casi en invierno. Una mano piadosa nos acercó una botella de algo fuerte, que quizás haya sido ginebra, para que por lo menos pudiéramos calentarnos por dentro.

Después de varias maniobras en el barro para poder dar vuelta los vehículos y que cada uno emprendiera el regreso hacia su punto de partida, comenzamos a desandar el camino. Después de un corto trecho, en una maniobra para eludir una gran laguna sobre el camino, la camioneta se encajó. Desde adentro de la caja, donde estábamos nosotros, se oían los movimientos de la gente tratando de liberar el vehículo. Maniobras hacia atrás y hacia delante. Se oía el ruido de la pala trabajando bajo las ruedas, hasta que al final zafamos.

Después de seguir andando un rato largo, o por lo menos eso es lo que nos pareció desde la oscuridad de la caja, llegamos de regreso a Puerto Deseado, ya en la madrugada del día siguiente. Pero durante el trayecto yo había abastecido generosamente a mis acompañantes con el contenido de la botella que nos dieron. La finalidad era calmarles la tensión psíquica y los dolores físicos por lo ocurrido, pero debo reconocer que llegaron algo chispeados. Esto nos ayudó con la anestesia que fue necesario realizar para los tratamientos posteriores. Hasta casi se podría decir que no hizo falta anestesia, incluída ya en el estómago de los pacientes.

Alegría había sufrido un profundo corte en la pierna que pude solucionar a nivel local. Algo más seria resultó la lesión de Iribarren. Tenía una fractura conminuta, o sea con varios fragmentos óseos, en la cabeza del húmero, hombro derecho. El tratamiento debería ser especializado por lo cual, al día siguiente viajé con él a la ciudad de Comodoro Rivadavia. Nos acompañó el cuñado de Oscar, el ingeniero Cimadevilla. Allí fue asistido por un traumatólogo, quien colocó todo en su lugar y aquí no ha pasado nada. La botella de ginebra quedó como una deuda impaga, porque nunca pudimos desentrañar el origen.

Dr. Raúl Eduardo Cevasco

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