martes, 7 de agosto de 2007

EMOTIVO RELATO DE OSCAR BIDABEHERE/ "Camino a la eternidad"

Relatos deseadenses
CAMINO A LA ETERNIDAD



Esa mujer. Camina, se desliza, sin pausa ni resuello por la rambla. Todo en ella es un canto a la perseverancia que derriba murallas. La soledad no la amilana y su silueta alargada me recuerda una pintura del Greco. Mientras lo hace, contempla el mar, ese ir y venir de las olas que se estrellan contra la escollera marplatense. Ese mar que lleva en las entrañas, con sus sonidos, aromas y aires de distancia sin fin. El vaivén acompasa sus pasos. Para acariciarla, el viento se viste de brisa y la besa en la boca insuflándole su fuerza. Ella bebe gozosa aquello que la hace sentirse viva . Otras veces la zamarrea con furia, amenazando quebrar su menuda figura. Con esa música aprendió a arrullar a sus hijos cuando pequeños, la misma melodía familiar de los tamariscos batiendo palmas, ora en la quinta de su infancia, ora en las cortinas de álamos que rompían la monotonía de esa tierra arcillosa donde construyó el refugio junto al compañero de su vida. Fue en Astra, el campamento petrolífero, faro de luz que ilumina esa geografía de pálido semblante, lugar medular en su vida.-
Siempre el viento y el mar. Pareja inseparable, como la sombra al cuerpo. Vino a cuestas de sus ancestros pero sin el verde frondoso de la tierra asturiana y la han acompañado en todas las estaciones de su peregrinar. Isabel, es ella, esa mujer. Infatigable compañera de la alegría, es un secreto a voces que ahí reside la fuente inagotable de su longevidad. Dueña de los silencios, en las antípodas del grito y los estallidos emocionales. Hoy hay noventa velitas, que no se apagan, en su homenaje. Y si como dicen la alegría prolonga la vida e ahí un testimonio en cuerpo y alma.
Corría el año 1916, Europa temblaba con la gran guerra, Argentina celebraba el centenario de la independencia y expiraba el gran poeta que enamoró a América: Rubén Darío. Justo faltaba un año para la Revolución de Octubre que llevó a la cima a los de abajo, a los humildes, a los sin voz. Hay un anticipo de este alumbramiento jubiloso. Primavera florida, la mañana del diecinueve de octubre cual capullo de rosa nacería Isabel. En el balneario marplatense reaparece triunfal Gardel, poniéndole la cadencia del tango a la vida nacional. Bellas melodías para acunar a la beba al compás de la púa viboreando en la vitrola. Entre tanto los gorriones se desperezaban chapoteando en la laguna, haciendo la fiesta completa. Papá Lisardo no se equivocaría al ungirla con el nombre de su amada. Intuía que aquel retoño llegaría más lejos que nadie. Eran seis hermanos con Honorino a la cabeza y Amor, mi madre, la más pequeña. Luego vendrían Nando, el primero en abandonar el mundo de los vivos e Inés, Negra, la benjamina del grupo. La casa materna, de chapas grises y madera cálida, se templaba con una cocina a leña y estaba levantada antes de descender a la quinta de frutales y hortalizas custodiada por una cortina de tamariscos. A la vera de un ciprés centinela, un molino en puerta, para regar los escalones sembrados, en pendiente hacia la laguna que como un inmenso ojo de sal reflejaba el entorno. Junto a la casa deambulaban las chivas que proveían la leche entibiando las mañanas de invierno y la nata para untar el pan que mamá Isabel, horneaba en el horno de barro. La mesa nunca estuvo vacía para la voracidad de aquella tribu de saltimbanquis, ni aun cuando su padre fue despedido por el ferrocarril a consecuencia de la solidaridad con los huelguistas de Facón Grande. Es que el hombre era un socialista de ley que debió emigrar de su patria por no ser obsecuente. “Mi papa tenia ocho años cuando ya llevaba en una canasta el almuerzo a las puertas de la mina”. Los mineros subían de las galerías a recibirlo. El joven creció en ese mundo tiznado. Un día de 1906 estalla la huelgona y Lisardo no duda en plegarse. La derrota obrera trae una ola de despidos y aquél, habiendo doblado apenas los veinticinco años, fue a parar a la calle. Un vecino, de esos buchones que nunca faltan, se ocupó de marcar a los adherentes ante la patronal .Todas las mañanas cuando el susodicho marchaba a la mina, lo seguía una corte de mujeres al grito de “Carnero, Carnero! Lisardo no pudo resistir tanta injusticia y le dijo a su compañera, mejor me voy porque sino a este lo mato. Y vino a hacerse la América con su amigo Álvarez. Punta Arenas, en Chile, recibió a los mineros. Cuando el trabajo mermó llegan noticias de la construcción del ferrocarril en Puerto Deseado y hacia allí marcharon. Mientras tanto la joven Isabel quedó en Asturias con su suegra trabajando de modista. La modalidad era instalarse en la casa de sus clientas, por una semana ó más, a coserles la ropa. El pequeño Honorino, su primer hijo, la acompañaba. La espera se hizo larga como la distancia que los separaba, todo un océano. Por fin su marido, luego de un intento fallido donde destinó los ahorros de años para paliar la enfermedad de un compañero en apuros, la llama. La mujer hace esas miles de millas, en barco, con su hijito. Tortuoso y agitado seria aquel viaje, espantando las cucarachas que recorrían dueñas y señoras los pasillos y se subían a las literas. Campeaba el hacinamiento, abigarrados se alentaban unos a otros. Encontrarse con su compañero era lo único que importaba y la ayudaba a disimular los sinsabores. El puerto de Buenos Aires los recibe con su hosquedad, solo importaban como fuerza de trabajo. ¡Cuanto desamparo para aquel joven corazón! ¿Podemos imaginarnos a algunos de nosotros embarcados en tamaña epopeya? Los amontonan en el Hotel de los Inmigrantes. Separaban a las mujeres de los hombres. Su hijito es ubicado con los hombres. Una prueba más a rendir. Mirándola con benevolencia, la comida resultaba indigesta. Entonces tomaba de la mano al pequeño y se internaba por las calles del bajo porteño a buscar alimentos más saludables. No sabía lo que le esperaba hasta que su esposo la llama y nuevamente se embarca. El destino Deseado. Cuando arriban, el paisaje no podía ser más contrastante con la lejana Asturias. El verde brillaba por su ausencia. Y la mujer desalentada dijo”: yo me vuelvo”. Pero, como sabemos, la historia fue otra.
La crónica continúa, amena, con la lucidez que le otorga Isabel, nuestra chispeante narradora y confidente. ¿Qué mas decir de ella? La mujer de las cazadielles para retoce del paladar. Esos sabores con identidad propia, amasados en los valles de Mieres y a la sombra azabache del carbón que curtió las manos de su padre. La que atesora la memoria familiar. La que un día me habló de Pangaré y su travesía por aquella laguna escamosa y blanca como la sal, que se extendía al pie de la hondonada, en la quinta de sus padres. Aquel caballo era la monta de su hermano en las cuadreras. Curiosa, se mareaba cuando Honorino lo vareaba dando interminables vueltas a un tronco clavado. Osado, el animal se impuso cruzar rumbo a la quinta y es cuando Lisardo padre, desenfunda la escopeta y la emprende a los tiros para espantarlo. La escena queda congelada para la posteridad, como una foto sepia. Su memoria guarda cuidadosamente aquellos momentos. Son destellos imperdibles como cuando golpeó la puerta de su casa un joven enfundado en un traje de cazador piamontés, la escopeta cruzada en la espalda y un par de botas relucientes. Tal atuendo quizás era para darse ánimo o cobrar una cuenta pendiente. Vaya sorpresa. Venía a pedir la mano de su hermana mayor, Ovidia. Hasta ahí Isabel pensó “este nos va a matar a todos”. Víctor, de él se trataba, había apelado a la formalidad para impresionar a su futura desposada y a sus padres.
Las muñecas eran artículos ausentes en una infancia de privaciones. Pero la magia llega un día cuando les trajeron a las mellizas, Rosa y Blanca, y por supuesto a ella, Isabel, unas hermosas muñecas, cabeza cerámica y cuerpo de tela rellena. La emoción las sacó del mundo real, jugaron hasta que la luz del día fue arrebatada por las sombras de la noche. Abstraídas suspendieron el juego dejando a las precursoras de Barbie descansando sobre los rieles por donde pasaba el tren. Almohada de hierro si las hay. Su casa era por ese entonces la estación ferroviaria donde su padre oficiaba de jefe. Tellier el lugar. Apenas despuntó el día pasó la locomotora envuelta en vapor, rumbo a Las Heras, aplastando despiadadamente las muñecas. Grande la frustración de las pequeñas que derramaron alguna lagrima ante lo irreparable. Como habrá sido el impacto que sobrevivió el recuerdo en el diario de Isabel. El rosario de anecdotas no se agota. Un día, Lisardo padre, los reunió a todos y sentenció: los reyes magos son los padres, así sin dar lugar a ninguna especulación, cerrando el camino a la ilusión de la llegada de aquellos trashumantes cargados de regalos. Uno de los días más tristes, rememorara la entonces pequeña Isabel. Ya para eso habían urdido una emboscada para gozarlo a su hermano Lisardo, siempre turbulento en sus reacciones. Enero, Noche de Reyes, con la asistencia de Tío Francisco juntaron pasto y pusieron agua para los camellos viajeros. Todos habían puesto los zapatos. La mañana estaba en pañales cuando Lisardito salta de la cama y ve algo que brilla en su lustroso calzado, se acerca conteniendo la respiración, toma el presente, es un reloj de pulsera y se le ocurre mostrárselo a sus hermanas, más cuando lo mira mejor cae en la cuenta: ¡Es el reloj de papá! , exclama, entre indignado y decepcionado. Vaya ocurrencia y el cotorreo impiadoso de sus hermanas que vigilaban tras la puerta, con Isabel a la cabeza. Van a la escuela y vocean el pregón: “los reyes son los padres”, algunos de los compañeros ya lo sabían pero aseguran: “nosotros ponemos los zapatos igual, por las dudas”. Así se iban tejiendo las andanzas de nuestra pequeña Isabel, como cuando tomaron a su sobrino Chocho, el hijo de Víctor y Ovidia, como blanco de sus chanzas. También para Reyes, le pusieron en sus zapatos un fuentón con un jabón. Toda una invitación a bañarse. Niños al fin, con ese desparpajo rayano la crueldad. En ese clima creció y fue haciéndose mujer. Y el destino golpea a su puerta. Los fríos inviernos habían hecho mella en sus pulmones. La “tía Amor” la acogió generosa en Comodoro, la meca del petróleo. Aquella pequeña mujer oficia de Celestina involuntaria. Su madre había enviado a la joven para que se recuperara. Los duendes del amor se hicieron presentes y con ellos José que guardaba un acento castizo que se le había pegado en su residencia española. Aquella mirada penetrante que se conjugaba con una sonrisa seductora le atravesó el corazón. El encuentro los envolvió como un vendaval que terminó fundiendo sus vidas. Los primeros escarceos, con sus idas y venidas, balbuceos y la pasión los unió para siempre. Y vinieron los hijos, Isa y Ricardo. Ambos heredaron algo de aquella sonrisa pícara, una invitación a la jovialidad que disipa los enojos. La rueda de los años giró raudamente, con esa vertiginosidad que a veces nos hace derrapar. Vinieron los nietos y luego los deseos de emigrar a donde el sol calienta, mar y arena, un paisaje que se nutre con una muchedumbre ávida de serpentinas.
Luego vinieron los cimbronazos de las partidas no queridas. Sismos en el alma que asolaron a su hija. ¡Aleja de mí este cáliz!. Dirá el poeta. José ya no estaba, antes, ella se había puesto en samaritana para acompañarlo en su dolor. ¿Qué hacer? La ternura se esfuma, todo es áspero y húmedo. ¿Hay más allá? ¿Nos estarán esperando? Vaya preguntas. Puntos suspensivos. Había nacido en un hogar sin espacio para Dios. ¿Será el momento de creer? Cada cual encuentra la tabla donde asirse para sobrevivir al naufragio. Esa tenacidad que no se doblega la distingue, es algo que trae desde la cuna, lo aprendió de su padre que hizo de la solidaridad una causa. Supo navegar en un mar embravecido, tomando la posta se ubicó en la proa de una nave que fue construyendo con sus hermanos. Vinieron las deserciones. Las hojas del árbol fueron cayendo otoñales. La vida es así, con sus soles y terremotos. Alguien tenía que tomar el timón. En la retaguardia solo queda Negra para acompañarla. Pero estamos nosotros, todos, para empuñar los remos, para seguir, aunque el viento no amaine. Ella nos ha enseñado que aunque pase el tiempo hay algo que no envejece: la capacidad de amar y esa chispa para sazonar las arideces que nos rodean. A mí me alcanza esa tibieza, su aliento entre tantos puños crispados, sus brazos abiertos en cada encuentro, esa risa contagiosa mechada de ocurrencias que mitigan las ausencias y mantienen vivo el recuerdo de mi madre. ¡Oh Isabel, Reina mía, madre si las hay! Sos el puente entre un pasado añorado y un futuro luminoso que se agiganta imitándote.

Oscar Armando. Bidabehere
Olavarría, octubre de 2006

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